domingo, 24 de enero de 2010

Un discurso oblicuamente apócrifo made in Argentina




                Recuerdo haber escrito este artículo hace dieciocho años para la  revista Somos (1992). Me permito reproducirlo hoy por haber en Argentina historias que son eternidades. 

 La corrupción. Ya son muchos los que la enuncian y la denuncian. Generosa, ampliamente. Pero nadie debe sentirse mal si hasta ahora no ha incurrido en ella. Es un error pensar que hacerlo sea realmente dificultoso. Tan sólo se requiere un talento y una paciencia peculiar, nada excepcional, por cierto para el registro y ordenamiento de los hechos y de sus protagonistas. Además, se cuenta con la ventaja de que hechos y protagonistas son generosos en cantidad y en calidad. Y que están ahí, formando parte de la vida de todos los días y renovándose a diario. Hay material para cualquier periodista, y hasta para quien no lo sea siempre que esté interesado en registrarlos y consignarlos, con la añadidura de la probabilidad de un rentable éxito editorial.
Los hechos de corrupción se han ido transformando en banales eventos fisiológicos del cuerpo social. Forman parte de lo que, imprescindible a la vez que inevitable, no puede ser dicho sin caer en el mal gusto y en la vulgaridad. Sin embargo, ocurren cosas más importantes en este país. El que no advierte esto, y se detiene en la intrascendencia de los robos para la corona o para sí, incurre en vergonzosa mezquindad. Lamentablemente no ha comprendido. De lo contrario no antepondría tales nimiedades al camino, por todos emprendido, que ha de llevarnos a tener una patria grande y una nación digna.
Puede ser de interés, para tantos "hermanos" y "hermanas" de nuestra Patria, desentrañar el pensamiento de esos otros argentinos que todavía se encuentran penosamente postrados en tal mezquindad. Saber qué y cómo piensan puede ser un antídoto efectivo para neutralizar su añeja y quejumbrosa cantinela.
En primer lugar, en cada uno de ellos se agazapa un extemporáneo y anacrónico "moralista". ¿Qué implica esto? Dos cosas: una advertencia de que algo se esconde detrás de toda actitud moral, y, otra, que toda moral supone que –por un inapelable imperativo- todo hombre es un fin en sí mismo y, en consecuencia, el absurdo de ser, a la vez, el mayor límite y obstáculo al desarrollo de su propia sociedad de pertenencia. No advierten que las palabras no necesariamente comprometen a los hechos, ni que éstos han de seguirse de ellas, y que, en consecuencia, lo que se dice y lo que se hace pueden no ser coherentes entre sí, siempre que lo sean con el fin que se persigue, y que, finalmente, no tiene por qué ser el hombre el fin último de las acciones humanas, salvo que uno mismo quiera serlo para sí mismo. En cuanto a lo que se esconde en todo moralista, no hay duda de que ello se relaciona con la cobardía, la impotencia o la envidia del bienestar que el tachado de inmoral obtiene y disfruta.
En segundo lugar, el moralista cae en la contradicción de afirmar devotamente la primacía del hombre –de su libertad y dignidad al mismo tiempo que duramente adjetiva de salvaje a todo liberalismo por anteponer –y no subordinar la libertad del mercado al bien de todos y cada uno de los miembros del cuerpo social.
En tercer lugar, el moralista manifiesta una congénita debilidad o ineptitud para vivir en sociedad. Se fanatiza con el precepto bíblico de no adorar el becerro de oro y con el imperativo kantiano de la incondicionada respetabilidad del mamífero humano. Es incapaz de advertir que ambos son extraños a la vida concreta de los hombres, y que ser moral es una forma extremadamente sutil y exquisita del rechazo a la vida.
Preservarnos eficazmente del moralista ha de ser, en última instancia, función de la educación. Los niños han de aprender –de "internalizar"– que la moral que no se traduce en riqueza, en bienestar, en desarrollo económico, en abundancia, en mercados prósperos, es vana, repudiable, subversiva. Que todo lo contrario vale la pena de ser tenaz e irrenunciablemente perseguido. Finalmente, que, en este contexto, si ser moral, como diría Alain Etchegoyen, es desarrollar una estrategia suicida, Argentina puede ostentar frente al primer mundo una ridícula e inantendible tasa de suicidios y, a la vez, un número creciente de ciudadanos activos y solícitos en construir, por "todos" los medios, su propio bienestar.

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