jueves, 5 de agosto de 2010

No vivir en la opresión.

...el fin del pueblo es más honrado que el de los grandes,
queriendo éstos oprimir y aquel no ser oprimido.
NICOLÁS MAQUIAVELO, El Príncipe, IX,3,52.
El pueblo sólo le pide al príncipe no ser oprimido.
Idem, ibid. IX,5,53.


   No vivir en la opresión. A esto aspira el pueblo. Sólo esto le pide a su príncipe.
   El objeto de su deseo, aquello por lo que lucha, el fin que persigue no es el poder de dominio, sino tan sólo un modo de vida. Un modo de vida no encadenada a la sujeción. Es decir, libre.
   Libertad en cuanto no sujeción, no sólo al dominio exterior extranjero, sino particularmente al interior, al de esa minoría constituida por los grandes; gente del mismo pueblo, que, sin embargo, no persigue el logro del mismo deseo...
   Un deseo es más honrado que otro. Lo es el del pueblo. Porque es más honrado impedir ser dominado que dominar. ¿La razón? Maquiavelo no la da. Quizás no haya más razón que el mero hecho de que los hombres honren más la defensa de la propia autarquía que el ataque a la ajena; más la preservación de la propia libertad que el sometimiento de los otros. Para el Príncipe esto habría de ser suficiente; el hecho a tener en cuenta sería ése: que es mayor la honorabilidad del deseo del pueblo que el del dominio perseguido por los grandes.
   Permanecer libre es más honorable que dominar. Este deseo es más honorable que su contrario. Y, si los deseos honran, a su vez, a los que los tienen, se podría inferir que es mayor la honorabilidad del pueblo que la de sus magnates.
   No ser oprimido es un deseo más fácil de circunscribir que el de dominar. Se llega a un punto en el que la opresión deja de experimentarse y de ser. El objeto del deseo ha sido logrado y, la satisfacción, disfrutada. Pero no pareciera que un punto tal se diera en el caso del deseo de dominio. Mientras el primero parece poder ser contenido en la razonabilidad de sus límites, el segundo se muestra incapaz de contención; contención en el deseo de no ser oprimido, e incontinencia en el de opresión. (No hay incontinencia alguna que goce de algún aprecio entre los hombres; en realidad, no hay incontinencias honorables; todas ellas son indefectiblemente penosas.)
   Quizás pudiera resumirse esto diciendo que es propio de señores no vivir oprimidos, y propio de los señores vivir oprimiendo. Que hay más señorío en el pueblo que en los notables. Más grandeza en la autarquía que en la dominación. Menos carencia en la primera que en la segunda...
   (Quizás sea este concepto, el de señorío, el que corresponda a esa honorabilidad a la que apela Maquiavelo para diferenciar las calidades de los referidos deseos).
   Pareciera subyacer a su pensamiento una profunda ética de la libertad, estrechamente ligada a una ética de la gloria…

sábado, 3 de julio de 2010

Las cosas del poder


… una regla general que nunca o raramente falla: 
que quien se acusa de que otro se vuelva poderoso 
obra su propia ruina; 
porque con su propia industria y con su fuerza 
ha causado aquel poderío, 
y uno y otro de estos dos medios resultan sospechosos  a aquel que se ha vuelto poderoso.
Maquiavelo, El Príncipe, III, 14, 25.


Poner la propia energía y el propio ingenio para que otro se torne poderoso (en rigor, poner la propia virtú al servicio de la fortuna para que alguien adquiera dominio) equivale a generar la propia ruina. Construir un poder que no sea el propio es simplemente destruirse. No arruinarse supone una primera norma: no contribuir al poder de nadie. Esto pensaba Maquiavelo.

Y la razón de ello se funda en que las causas del poder generado no están en el beneficiado, sino en el benefactor. Si la energía y el ingenio de éste pudieron construir ese poder, también podrán destruirlo. Las que ayer fueron causas hoy son amenazas. A su vez, el poder exige incondicionalidad; no soporta condicionamiento alguno y mucho menos proveniente de su origen. Finalmente, el poderoso no envidia las aptitudes del benefactor, sino que las teme.

Pareciera que la debilidad del poderoso no fuera precisamente la envidia, sino el temor. Y que éste fuera más apto que ella para desencadenar comportamientos destructivos. Pareciera, también, que el exterminio del benefactor tuviera en el temor del poderoso su posibilidad objetiva. Y que si una multitud, un pueblo, una comunidad hubieran sido los que hubieran posibilitado ese poder, sobre ellos habría de cernirse, de una manera u otra, la amenaza última -abierta o latente- del exterminio. Es ésta, quizás, la génesis primigenia de la razón de Estado, y quizás sea ese temor inconmensurable a la muerte el miasma primordial del que surgen todos los exterminios.

El que contribuye al poder de otro contribuye a crear para sí un estado de amenaza permanente. Es la respuesta -retributiva y equitativa- que el beneficiado da a la amenaza que intuye ser, para el poder recibido, la energía y el ingenio del benefactor.

Es inherente a toda donación de poder -cualquiera sea la forma en que ella se verifique- su conversión en amenaza para el que la haya hecho.

Esta ley de inherencia, equidad y simetría de las amenazas, pareciera gozar del favor de los hechos, según la opinión del Secretario florentino. E, igualmente, parecería esto verificarse en conformidad con aquello de la sabiduría popular respecto de la recompensa prometida a los criadores de cuervos...

La pregunta que necesariamente se impone es la que concierne al sentido mismo del contribuir a la génesis del poder, si es verdad que todo poder es amenaza virtual de exterminio desde el hecho y el momento mismo de haber sido engendrado. Si es verdad que, en última instancia, engendrar poder es la forma arquetípica de la génesis de todo parricidio...

La otra pregunta -la que subyace a la anterior- cuestiona sobre el sentido o el absurdo de todo poder y de toda sujeción... y de toda filosofía o paradigma de pensamiento que caiga en el olvido del mandato de no llamar a nadie maestro y a nadie señor. Esa pregunta no ignora que nada de esto tiene que ver con la anarquía o la ingobernabilidad de los hombres. Y, sí, sabe que esto tiene todo que ver con una visión de lo humano en la que el mutuo servicio entre los hombres, y no la mutua servidumbre de amos y esclavos, tiene la primacía. Y en la que el amor a todo viviente se yergue por sobre el nefasto temor de la muerte. En una palabra, el servicio a la vida por sobre los exterminios (... si es posible vomitar el trozo de manzana que todos alguna vez hemos mordido con la necia esperanza de ser, como Dios, omnipotentes).


lunes, 24 de mayo de 2010

Ese derecho a transgredir

    Lo cotidiano se oculta. Lo que se celebra o condena emerge de la cotidianeidad, recibe un nombre y se torna manifiesto. Lo cotidiano, en cambio, pertenece a las cosas que, enfrentadas a nuestros ojos, escapan a nuestra mirada. No hay mejor escondite que él, ni nada mejor para encarnar el disimulo. El vestido festivo no puede ocultarse ni ocultarnos. El de todos los días -y más el de la intimidad- nos cubre sin que se note, nos hace hombres y mujeres de entrecasa, nos disimula, nos banaliza, nos oculta. En fin, no vemos lo cotidiano. Para verlo debemos rescatarlo, darle un nombre y espejarlo en la reflexión.

   Entre tantas cosas con que hoy se atiborra nuestra vida diaria, hay una que se va tornando más desenfadada, más de entrecasa y menos notable. En el intento de rescatarla, podríamos llamarla democratización creciente del derecho a transgredir. Un proceso curioso, quizás inédito, que pareciera extenderse entre nosotros.

   El poder último de transgredir -de pasar los límites-, incluso mediante la violencia más despiadada y la violación de la moral y del derecho, es propio de la Razón de Estado. Y lo es por la vital necesidad de eliminar la anarquía de los que viven bajo su mandato. Sólo ella tiene la legitimidad de la trasgresión. Desde su legítima violencia, tiene el poder de eliminar la violencia de los súbditos cuanto éstos, mediante la propia, intentan dirimir sus controversias. Sus límites no están en los medios sino en sus fines. Por último, no es participable, no es "democratizable", y, si en alguna medida lo fuere, habría de sucumbir el Estado e instaurarse la anarquía.

   El pragmatista Richard Rorty aconsejaba que la reflexión habría de servirnos para combatir la injusticia en la vida cotidiana. Si seguimos su consejo, hemos de volver a lo de todos los días. Mirar lo que allí está, con esa misma inmediatez con la que miramos los árboles, sin necesidad de testigos que certifiquen su existencia. Veremos lo que vemos, aquello con lo que diaria y reiteradamente chocamos: la incontrovertible presencia de transgresiones que asfixian nuestra vida de ciudadanos y que no son sino violencias que restringen o anulan la posibilidad de vivir y trabajar en dignidad. Esa presencia -más allá de la consuetudinaria y atávica trasgresión de la debilidad humana en las pequeñas transacciones diarias- es la del multiforme rostro de la corrupción concentrada y centralizada en grupúsculos de extendida y variada influencia. La corrupción del Estado -la del cohecho, la del nepotismo, la del clientelismo, la del peculado por distracción- comienza a imbricarse con la de grupos políticamente privilegiados de gobernados que entrelazan, en una misma rapiña, los bienes comunes del Estado con los bienes particulares de sus conciudadanos. Una intermediación día a día más numerosa por la cual no es posible comprar o vender servicios o productos sin tributar "adornos", desarrollándose así una estética de la depredación, plasmadora de fortunas impunes y suculentas, y empobrecedora de argentinos que aún no han renunciado a ser productivos y dignos. No son necesarios ni ejemplos ni pruebas. (Ahí están los hechos, con sus números y tarifas. Pedir pruebas sería hoy, antes que una exigencia de justicia, una profesión de cinismo.)

   Este proceso es una suerte de "privatización" de la Razón de Estado, un desplazamiento hacia lo que podría llamarse "la Razón Individual" en orden a una creciente apropiación y democratización de la trasgresión. Conlleva el peligro de la ruptura individual de todo límite y el consiguiente vaciamiento del Estado. Es tributario de la impunidad, desde una lógica que férreamente deduce, de la impunidad de la trasgresión, el derecho de los hechos y, de éstos, la eliminación de todo límite a la apetencia individual. Una lógica que, finalmente, habrá de conducir a una progresiva licuación del Estado desde una creciente servidumbre del mismo.

   Quizás sea imprescindible dejar, por un momento, de distraernos con el mañana y atender al ocultamiento de lo cotidiano y a la corrupción que crece a su sombra.

                                                                                                                        Buenos Aires. 1992.

domingo, 23 de mayo de 2010

El riesgo del cambio. Sabiduría y actualidad de Maquiavelo.


…no hay cosa más difícil de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligrosa de manejar que convertirse en jefe para introducir nuevos estatutos, pues el introductor tiene por enemigos a todos los que sacaron provecho de los antiguos estatutos, y tiene tibios defensores en todos los que se aprovecharán de las nuevas disposiciones. Semejante tibieza nace, en parte, del miedo a los adversarios, que sacaron partido de las antiguas leyes, y, en parte, de la incredulidad de los hombres, que no creen realmente en las cosas nuevas, si no se ha hecho de ellas una sólida experiencia. De ahí resulta que siempre que los que son enemigos tienen ocasión de atacar lo hacen por espíritu de partido, mientras que los otros se defienden tibiamente, de modo que peligra el príncipe con ellos.
El Principe, VI, 5, 34.


    Querer innovar y liderar la introducción de lo nuevo es de difícil propuesta, peligroso de llevar adelante y, finalmente, de logro incierto. Se requiere, sin duda, valor. No se trata tan sólo de suerte.

    La innovación consiste en introducir nuevas leyes y normas en las que se pueda asentar el nuevo Estado y su seguridad. Cambios de esta índole significan rupturas de procesos distributivos de beneficios y de acuerdos de intereses, pérdidas de privilegios y de posiciones supuestamente inamovibles. Los afectados no permanecen pasivos. Luchan y acérrimamente. No es interés de ellos ese interés -innovador y fundante de un nuevo Estado- que anima al Príncipe. De esto tienen certeza como la tienen respecto de que toda pasividad acelera la consolidación de lo que lúcidamente perciben como inminente e indefectible despojo. Se transforman en enemigos del Príncipe porque beneficios e intereses no son negociables si el nuevo orden implica en realidad un nuevo Estado. Y este es el caso. No se transformarían en enemigos del Príncipe, si la innovación que éste les propone fuera tan sólo formal o epidérmica. Pero la certeza de no ser ella así los torna implacables.

    Cambios de esta índole suponen también nuevos beneficiados. Éstos habrán de valorar las ventajas del nuevo orden una vez que éste se halle instaurado, y no durante el proceso que lo lleve a cabo. Esto exige ser creído, pero en materia de beneficios es ingenua esta exigencia antes de que las palabras se concreten en hechos. Resulta, entonces, esperable que la actitud que habrán de asumir frente a la introducción de la innovación sea la de no compromiso. Ni respecto de los que resultarían perjudicados, si el proceso de cambio llegara a consumarse. Ni respecto de los promotores del nuevo orden, que, a su vez, podrían fracasar en su intento, si los primeros se les impusieran. No comprometerse con nadie. Ni con el nuevo príncipe, ni con los antiguos poderosos. Siempre es dudosa la credibilidad del primero, y temible malquistarse con los segundos...

    La innovación implicará, inevitablemente, el duro protagonismo del innovador, el implacable antagonismo del perjudicado y la escéptica tibieza de ese tercero que, paradójicamente, habrá de resultar de todos modos beneficiado, sea por la victoria del protagonista, sea por la de su enemigo. La primera le acarreará, sin duda, los beneficios prometidos. La segunda, la certeza de no resultar más perjudicado por el retorno del viejo orden.

    Falta, sin embargo, situarse en el Estado invadido. Desde allí es claro que no todo el que se opone al nuevo orden habrá de estar necesariamente al servicio de sus intereses personales. Es posible que muchos también deseen y busquen ennoblecer y hacer próspera a su patria, y, así, rechacen con todas sus fuerzas al príncipe invasor que ha de quitarles nobleza y prosperidad, por más interesantes y promisorias que resulten las innovaciones propuestas...

domingo, 28 de febrero de 2010

El hábito de la esclavitud

máxime cuando no están acostumbrados a vivir libres…
manteniendo las mismas condiciones y no alterando las costumbres,
los hombres vivirán tranquilamente… no debe cambiar
(el nuevo príncipe) ni las leyes ni los intereses particulares
NICOLÁS MAQUIAVELO, El Príncipe, III,3,16-17.

    Hay quienes no están habituados a vivir en libertad.. Esto no forma parte de sus costumbres. El hábito que los inhabilita para ello es el haber aceptado su esclavitud. Han hecho de él su virtud. Gracias a él logran sobrevivir. Y en esto son, paradójicamente, ciudadanos virtuosos.

    En ellos el hábito de ser esclavos está estrechamente ligado a su sobrevivencia. Todo hábito, de alguna manera, es un oficio. Y el que el esclavo ejerce de sol a sol es el de escamotearle mendrugos de vida a la muerte. Así transcurren sus días y sus noches. Esto se le torna natural. Toda esclavitud es -en un triste y malentendido juego contra la muerte– una suerte de trueque, cotidiano y prolongado, de libertad por supervivencia. Supone el doble error de creer que la libertad es una pieza canjeable en el juego de la vida. y que lo es impunemente. Que sea la vida la que pierda es inevitable. Pero la costumbre, artesana que todo lo lima y empareja, fragúa el consuelo de una nueva ilusión. Y la esclavitud besará las manos del amo por el festín concedido de su supervivencia.

    Vegeta una felicidad melancólica en el alma de todo esclavo: la de sentirse seguro de sobrevivir, a pesar de la certeza inevitable de su vacuidad. Por ella es capaz de dar su vida, aunque diga ofrendarla por su amo. (Una suerte de orgullo yace en él, quizás porque orgullo y esclavitud son frutos de una misma indigencia). Todo esto es, por cierto, necedad. Y no se conoce necedad que no sea hija de alguna esclavitud.

    La paradoja de la esclavitud es la de la libertad de ser esclavo. Nadie puede arrogarse la necia prerrogativa de nacer tal. Se nace libre, no esclavo, para hacerse -libremente, en última instancia- libre o esclavo.

    No cambiar las leyes, no cambiar las reglas, no cambiar las condiciones ni los intereses particulares, no cambiar las costumbres. En esto radica, las más de las veces, el poder del amo. Y, sin duda, siempre desde esa falsa cortesía que tiene como objeto la tranquilidad del esclavo. Quizás el secreto de todo poder sea el ocultamiento de la propia debilidad en el tributo de honra que el esclavo le requiere bajo la forma de la tranquilidad. Hacer que nada se modifique, que la costumbre de la esclavitud tenga por compañera la costumbre de nada cambiar. Para que la esclavitud sea rancia y se pondere de ella, como su blasón, su inconmovible estabilidad frente a la encarcelada libertad. Trueques de monedas falsas, como necesariamente falsa es la relación entre amo y esclavo, poder y sujeción.

    Agustín de Hipona había definido la paz como la tranquilidad que surge del orden, tranquilitas ordinis. Es curiosa esta definición que atravesó los siglos y cuya validez cultural todavía hoy perdura. Esta tranquilidad del orden no puede eliminar de la mente del hombre contemporáneo la sospecha de sutiles y nuevas esclavitudes. Ni tampoco el pensamiento de que toda negación del orden ha de ser necesariamente rebelión para el amo. Y más: que toda negación del orden justifique la represión o la guerra...

ooooo

(Una acotación final. Quitarse el hábito, el costume -el traje, la ropa- de la esclavitud es asumir el riesgo de mostrar la propia desnudez, la oculta y ocultada impotencia creativa de vida, y es, también, enfrentar el peligro de una muerte causada por la intemperie y la desprotección. Es quizás este temor a la desprotección el mayor y más sutil enemigo de la libertad y el aliado más eficaz de la esclavitud... Finalmente, inducir a la sujeción, condicionar la costumbre, hacer palanca sobre los temores son, entre muchas, formas eficaces de transformar a hombres nacidos libres en esclavos. Sólo pueden ser agentes de esta inicua transformación aquellos que, nacidos libres, optaron por la esclavitud de ser amos).

jueves, 28 de enero de 2010

Neoliberalismo y enajenación ciudadana

... el ciudadano se hace haciendo su ciudad; no es objeto de pertenencia de la cosa–ciudad, sino que pertenece a un sistema de acciones de la que él mismo es fuente. (...) hacer la ciudad es la manera de su hacerse ciudadano, vale decir –en moderno– libre, igual y solidario. “Hacerse haciendo” apunta pues a que la propia identidad política (“ser ciudadano”) es resultado no tanto de lo que tenemos (...) cuanto de lo que hacemos: del ejercicio que es nuestra participación en aquello que hacemos, la ciudad.
CARLOS THIEBAUT

...aprendí que la ruta de la democracia está tan distante 
de la de la revolución como lo está de las dictaduras.
ALAIN TOURAINE

     Ser ciudadano o no serlo. Esta es hoy la cuestión. No ya la de “hacer la ciudad”, sino la de la posibilidad misma de hacerla bajo el sordo imperio de la progresiva exclusión y marginación que genera esa utopía (en vías de realización) de una explotación sin límites que Pierre Bourdieu crudamente define como neoliberalismo. Frente a esta realidad de idolatría darwinista del mercado, el espacio público ha dejado de ser el espacio de la construcción ciudadana, no quedando ya lugar ni para una axiología, ni para una ética política centrada en la primacía de la convivencia humana respecto de la instrumentalidad de lo económico. Por el contrario, el hombre, masivamente considerado, ha sido transformado en mero instrumento productor de riqueza y consumidor de mercancías en beneficio de quienes –más ricos en medios económicos, financieros y tecnológicos– exhiben la fuerza de apropiarse (sea cual fuere el grado de despojo implicado) de los beneficios de la productividad global y del derecho de excluir y marginar a quienes consideran débiles o minusválidos en la lucha competitiva. Y todo esto acontece sobre la base de la privatización, por parte de pocos, del espacio público en el que la ciudadanía –sin exclusiones– puede construir “su” ciudad, “su” Estado, “su” Gobierno y, en ello, a sí misma.

     La cuestión de la ciudadanía es de vieja data. Aristóteles la consideraba como expresión misma de la autodeterminación del destino de la “ciudad” –la comunidad– frente a todo déspota o tirano. La tradición cristiana, desde su afirmación rotunda –si bien históricamente no encarnada en su práctica por la autoadscripción de poder temporal a partir de una teología prevalente e ideológicamente operante- de la dignidad sacral del hombre por haber sido creado imagen de Dios en su Unidad de naturaleza y en su Trinidad de Personas, ponía esta su sacralidad individual y social como valor supremo al que los restantes valores y medios debían subordinarse. La Revolución Francesa recuperó esa antigua tradición del pensamiento político occidental que postulaba que el poder ciudadano –el poder ascendente, no mediatizado por institución alguna- era el fundante de la república y de la legitimidad de su administración. El pensamiento posterior cifró en el poder constituyente de la ciudadanía la realidad y legitimidad del Estado, la índole misma de los regímenes de gobierno y la inviolabilidad de los derechos constitucionales.

     Cada uno de estos hechos –por no abundar sobre algo históricamente bien conocido– se refería a realidades contrapuestas a la posibilidad misma de ejercer la autodeterminación ciudadana respecto del destino de la comunidad y del bien de todos sus integrantes (bien común a todos ellos). Es Aristóteles el que introduce, en las primeras páginas de su Política, la tipificación del despotismo como forma de gobierno inconcebible para los griegos y propia de los pueblos bárbaros, precisamente porque en éstos sus habitantes eran, en razón de su comportamiento, esclavos del déspota, súbditos depotenciados de todo poder de autodeterminación comunitariamente acordada. La característica de estos súbditos, dice Aristóteles, es la aceptación natural del servilismo como modo de vida. Así a todo déspota le corresponden siervos. Y a toda cultura de despotismo por parte del gobernante, una cultura de natural y dispuesta servidumbre por parte del pueblo convertido en gleba. La libertad de los griegos se asentaba, en cambio, en la convicción de que el poder debía ser compartido y, a la vez, en el rechazo de toda servidumbre y de su correlato despótico.

     Aristóteles diferencia despotismo de tiranía. El tirano se atribuye ilegítimamente un poder legítimamente originado. El tirano puede ser destituido por la ley o por la fuerza, porque el poder del que goza no le es propio. El pueblo no es esclavo, sino ciudadano y actor de su destino comunitario. El déspota asienta su poder también en el pueblo, pero no ya en su libertad ciudadana, sino en su servidumbre. El siervo no cuestiona el poder del déspota, porque acepta como connatural su propia esclavitud y esto define su barbarie. El ciudadano, en cambio, cuestiona el poder del tirano, porque acepta como natural y propio su poder coparticipado de autodeterminación, y esto define su civilidad. El despotismo es estructural, la tiranía es circunstancial. En el primero hay esclavitud basada en su aceptación por parte del pueblo-gleba. En la segunda, inhibición temporal de la libertad ciudadana de determinar el modo y el destino de su común unidad (comunidad).

     El pensamiento cristiano, adscribiendo el poder de autodeterminación de los pueblos como poder en última instancia descendente de Dios y la centralidad de la persona como imagen divina, afirma el principio –lamentablemente conculcado en tantas páginas vergonzantes de su historia- de la no negociable y sacra dignidad de cada ser humano. Este pensamiento habrá de concretarse política e institucionalmente en la afirmación del “derecho natural” del hombre como base y criterio de los derechos específicos luego consignados en las constituciones de las naciones y ejercido, con mayor o menor fortuna, en los acuerdos internacionales.

     El 26 de agosto de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano –colocada luego como Preámbulo de la Constitución Francesa de 1791– inaugura una nueva instancia histórica en la que todo despotismo, tiranía, menoscabo o irrisión de los derechos humanos y ciudadanos –sea bajo formas larvadas, explícitas o ambiguas– habrían de ser condenados por la historia –aunque no siempre por sus contemporáneos- como crímenes de lesa humanidad o de lesa ciudadanía, e independientemente de la culposa necedad que muchos de sus protagonistas hayan ejercido luego –abierta o solapadamente– desde una vergonzante y corrupta incontinencia de poder.

     La subordinación de la política a la economía, en el actual contexto de la “globali-zación” –eufemismo de “concentración”- financiera bajo la ideología imperante del neoliberalismo, comporta la instauración de un riguroso despotismo económico. Su estructuración genera la indefensión de la mayoría de la humanidad frente al dictamen inapelable de la hegemonía del mercado financiero como decisor último y dueño del destino humano. La libertad del mercado, ideologizada como concreción máxima de las libertades individuales, termina por negarlas y generar la exclusión de la mayoría darwinianamente inepta para competir. De este modo el despotismo económico se corporativiza en una minoría, hace de los otrora ciudadanos una masa de desposeídos, y flexibiliza los derechos de éstos en conformidad con los solos criterios de la optimización del costo y de la maximización de la rentabilidad. A su vez, la impotencia ciudadana asiste atónita a la desfundación del Estado –del que ella es fundamento jurídico y social último– y a la defección de sus representantes frente al nuevo Leviatán. El ciudadano se transforma en mero consumidor de mercancías funcional al mercado y en mera entidad económica valorable tan sólo en razón de su poder adquisitivo, y, a su vez, las mercancías supeditan su valor de uso a la función supletoria de ser ocasión u oportunidad circunstancial del fluente negocio financiero. Así, la subordinación de lo político a lo económico implica la reducción de ciudadanía a capacidad consumidora y la de mercancía a “marca” de un “valor” negociable en el globalizado mercado financiero, regido por las leyes del juego y del azar y por la misma compulsiva incontinencia que caracteriza a toda patología del juego. No es tortuoso, sino evidente, que en esta gran ruleta las fichas que se juegan son la dignidad y el destino del hombre. El despotismo de los bárbaros al que aludía Aristóteles suponía la aceptación de la esclavitud como modo natural de vida de los súbditos. El actual despotismo económico supone la transabilidad de los seres humanos en términos de medios sustituibles e, incluso, desechables. Por esto, la ideología neoliberal imperante no sólo corroe la democracia, sino que instaura un despotismo de barbarie no imaginada, aunque presentida en el denominado capitalismo salvaje que el Magisterio de la Iglesia –a pesar de no renunciar a su rancia y recóndita ideología inherente a la conservatio patrimonii ecclesiastici- reiteradamente condena.

     Todo esto es sabido. Pero la perplejidad es hoy la constante de toda observación y análisis político y social que se intente desde los conceptos expuestos. Perplejidad que surge del ejercicio de una política que mundialmente se ha subordinado al poder económico de una globalización mercantil–financiera claramente imperialista, que ha admitido la hegemonía del mercado sobre las hegemonías de los Estados; que no ha dudado en pagar el costo social –aberrante en su realidad y en su expresión con vidas que no son las propias-; que ha entregado por treinta denarios la dignidad y el destino de millones de seres humanos; que junto con la globalización de los mercados ha globalizado la pobreza extrema y la marginación excluyente y genocida; y que ha permitido que la base misma de su poder –la ciudadanía– deje de ser tal para convertirse en una masa anónima de competitividad en el consumo y de darwiniana autoeliminación. Conocemos los casos de privatizaciones enajenantes del patrimonio ciudadano, realizadas desde la formalidad congresal de legisladores que, amparándose en la legitimidad del voto, piensan que la representatividad de los intereses de sus votantes y de la sociedad civil ha quedado suficientemente cumplida. Sabemos que en muchos casos la corrupción ha sido la metodología facilitadora de las inversiones nacionales y extranjeras. Que las fuertes concentraciones económicas y los versátiles e itinerantes flujos financieros hegemonizan las inversiones productivas. Que la desocupación y los desgarradores males individuales, familiares y sociales que genera son la contrapartida necesaria y taxativa del crecimiento macroeconómico distribuido entre una ínfima minoría para la cual ni la propiedad ni el dinero se instalan en el marco de la socialidad. Que el derecho constitucional al trabajo se flexibiliza, porque el mercado es más que la convivencia pactada y que todo destino comunitario. Que con ello se relativiza hasta ser aniquilada la dignidad del hombre y se dictamina sobre la descartabilidad de millones de seres humanos no darwinianamente aptos para la acumulación. Que, asimismo, también es flexibilizable el derecho constitucional a la educación, a la salud y a la seguridad. Que esto ha de ser indefectiblemente así. Que no es pensable otra alternativa. Que, en última instancia, el que puede, puede, y, el que no, es arrojado del banquete de la incontinencia económica. Y que, finalmente, en la realidad incuestionable de los hechos, las Constituciones de los Estados se van transformando paulatinamente en bibliografía de descarte.

     Todo esto genera perplejidad en quienes todavía conservan el recuerdo de haberse sentido, alguna vez y de alguna manera, ciudadanos. ¿Y cómo no quedar perplejos cuando la ciudadanía –por la servidumbre o la indiferencia de la política frente al despotismo económico– es desalojada de ese su espacio propio de autodeterminación que es el espacio público, y cuando, a su vez, éste es invadido por el imperio despótico del mercado? ¿Cómo no quedar perplejos frente al consiguiente mercantilismo en que han caído muchos de aquellos en quienes la ciudadanía ha depositado su representatividad y a quienes ha legitimimado mediante el voto?

     Todo esto nos genera perplejidad. Pero tampoco deja de ser causa de ella la pasividad que va carcomiendo la dignidad y la autodeterminación de cada ciudadano bajo ese despotismo del nuevo Leviatán financiero que de ciudadanos hace súbditos consumidores y, de hombres libres, siervos desposeídos de toda razonable e imaginada esperanza.

     Es difícil preguntarse –como lo hiciera el pueblo judío frente al Holocausto– cómo es posible que esto nos acontezca. No ya preguntarnos sobre los quienes del actual genocidio, sino sobre nosotros mismos que, desde la lenta y autodestructiva renuncia a ser protagonistas de nuestro destino comunitario, hemos ido perdiendo nuestra dignidad hasta encontrarnos adentrados en la amarga barbarie de los pueblos esclavos.

     Quizás no hayamos advertido las raíces de esas formas sutiles de cotidiana y progresiva muerte ciudadana que todo poder político supeditado al poder económico –propio o ajeno– inyecta en sus gobernados. Tal poder –sea despótico, tirano o caudillesco, pero siempre amparado por la formalidad de una democracia de hecho ficticia– ha venido menoscabando, desde todas las formas de la dádiva clientelista, el poder ciudadano de autodeterminación de su destino comunitario. Un poder político de tal índole compró ayer el poder de la ciudadanía con promesas falaces, y hoy inmola ciudadanía y esperanzas en el altar neoliberal del Leviatán económico.

     La traición de la política –de sus actores– en su servidumbre al despotismo económico ha sido posible también por la silenciosa complicidad ciudadana y la interesada complacencia mediática. Ambas se han vaciado en la inconsistencia y sus efectos son indeciblemente dolorosos. Hoy es tiempo de penurias y de imposibilidad de imaginar futuros. Hasta que la voluntad ciudadana decida tomar en sus manos la responsabilidad de su destino y de su dignidad, no sucumbiendo a ninguna de las tentaciones –internas o ex-ternas– de clientelismo local, nacional o imperial, ni dejándose atrapar por los sofismas de un pensamiento económico de criminal infantilismo. El primer paso sustantivo para una alternativa al imperial Leviatán neoliberal no es una propuesta “práctica”, emanada de una aséptica postura tecnocrática, sino la recuperación comunitaria de la conciencia ciudadana y de la asunción de las responsabilidades personales. Todavía le queda al ciudadano el poder de la reflexión, del voto, de la inteligencia de su uso y del fortalecimiento de la sociedad civil.

     Por otra parte, es necesario recuperar la lucidez frente a la perplejidad. Y comenzar por comprender, desde una rigurosa epistemología, el fraude intelectual con que el neoliberalismo ofende a la inteligencia, no ya de tantos políticos, sino de los mismos ciudadanos. El economicismo neoliberal se presenta, a pesar del aparataje matemático con el que ideológicamente quiere justificar su racionalidad , como dogma que desprestigia, excluye y castiga –también mediáticamente– a sus opositores. La ciencia económica se ha convertido, a su vez, de ciencia epistemológicamente circunscripta, en teología de una nueva religión, cuyo fundamentalismo se asienta, como prueba inapelable, en el inexorable éxito o fracaso económico con que premia a los incontinentes del dinero y castiga a los que anteponen su irrenunciable dignidad a todo precio con que se la pretenda enajenar. A esto ha de añadirse que el liberalismo invocado no es más que una ridícula reducción ideológica –pretendidamente justificatoria de una libertad económica que se postula autárquica y absoluta– del liberalismo entendido en sus fuentes más genuinas.

     Frente a esto, también debe señalarse la existencia de un pensamiento que ya co-mienza a cuestionar esta enajenación de ciudadanía y que, positivamente, promueve la clarificación conceptual que permita emerger de la perplejidad y asumir, desde una reflexiva conciencia ciudadana, la responsabilidad de la construcción de un nuevo espacio público en el que se geste la común unión de los ciudadanos para la autodeterminación del propio destino personal y social. De este modo el término ciudadano podrá recuperar su significado: el “de la identidad de los individuos en el espacio público”.

     Valga recordar que todo clientelismo fomenta la enajenación ciudadana y que lo hace, precisamente, desde la instauración de dos negatividades: la minimización del espacio público y la maximización de la dependencia. En esto radicó el despotismo ilustrado que proclamaba gobernar para el pueblo, pero sin su participación. Y, también, todas las formas –burdas o sutiles– del caudillismo. En ambos casos, la enajenación ciudadana significa el vaciamiento del poder de autodeterminación de la comunidad y de su destino. El clientelismo es, así, una forma larvada de despotismo, si atendemos al que lo ejerce. Y de servilismo, si atendemos a los que, renunciando a ser ciudadanos, se resignan a ser súbditos. Cuando esto ocurre, es la “civilidad” la que fenece, y es la “barbarie” la que prospera. Es entonces cuando los pocos se enriquecen y los muchos se servilizan y empobrecen.

     Valga, por último, subrayar que “cuando más amenaza la creciente desigualdad material la cohesión de las sociedades, tanto más importante se vuelve que los propios ciudadanos defiendan los derechos democráticos fundamentales y refuercen la solidaridad social. Da igual si se hace en el barrio o en el puesto de trabajo, colaborando en guarderías e iniciativas medioambientales o en la integración de inmigrantes; en todas partes hay posibilidades de oponerse a la exclusión de los económicamente débiles e impulsar alternativas al radicalismo de mercado y al desmontaje social”. A su vez, el fundamento último de la construcción de la ciudadanía, o de su recuperación, es lo que Humberto Matu-ana llamaba “la dinámica de la aceptación mutua”, “la aceptación del otro como un legítimo otro en la convivencia”, sin la cual no hay posibilidad objetiva de socialidad alguna. Esto Maturana lo decía, como sabemos, desde una fundamentación biológica. Y, podríamos añadir, congruente, como punto de vista del saber humano, con la visión judeocristiana de la socialidad humana y de su sacralidad. Frente a esto el lirismo de la utopía neoliberal –que hoy enfervoriza a economistas y políticos mediáticos, e inunda de embriaguez orgásmica al poder financiero–, se manifiesta, a la vez que enajenante de la ciudadanía y de la posibilidad de convivencia humana, como una necedad pandémica de la que es imperioso liberarnos. Para ello, el primer paso es el de tornarnos ciudadanos dialogalmente reflexivos y comunitariamente solidarios. Contribuir a inducirlo es el breve y general intento que anima estos pensamientos. 


(1) Artículo publicado en Boletín de la Confluencia, Fundación de la Confluencia, Neuquén, 1988.
(2) Carlos Thiebaut, Vindicación del ciudadano. Un sujeto reflexivo en una sociedad compleja, Paidós, Barcelona, 1998, p. 25.
(3) Alain Touraine, ¿Qué es la democracia?, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1995, p. 273.
(4) Pierre Bourdieu, Contre–feux, Raison d’agir, París, 1998, pág. 108.
(5) Véase, para una primera aproximación a este tema, Norberto Bobbio, Despotismo, en Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, Diccionario de Política, Siglo Veintiuno Editores, México, 19854, pp. 540–551.
(6) Valga recordar que, etimológicamente, súbdito es aquel que está sometido al “dictamen” de otro, y que es éste quien “dictamina” (dicta la ley) sobre su vida, su muerte y el modo de ambas. Y, también, que al término de origen griego déspota corresponde el término de origen latino dictador. Recuérdese a su vez la conocida definición dada, hace más de tres siglos, por Thomas Hobbes: “Todo ciudadano, así como toda persona civil subordinada, se llama súbdito del que tiene el poder supremo”. (Cfr. Thomas Hobbes, El ciudadano, Debate–CSIC, Madrid, 1993, p. 54).
(7) Olivier Le Cour Grandmaison, Les Constitutions fran¸aises, Éditions La Découverte, París, 1996, pp. 4–6.Valga releer en sus párrafos iniciales su fuerte significación ética y su admirable realismo político: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las solas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobernantes, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; a fin de que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo puedan ser comparados en todo momento con la finalidad de toda institución política, siendo así más respetados; a fin de que los reclamos de los ciudadanos, fundamentados de ahora en más sobre principios simples e incontestables, contribuyan siempre al mantenimiento de la Constitución y al bienestar de todos. En consecuencia, la Asamblea nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser supremo, los derechos siguientes del Hombre y del Ciudadano." Id., o.c., p. 4. (T. del A.) Puede verse una rapidísima síntesis del desarrollo de la Asamblea Nacional francesa en Véronique Le Marchand et Laurent Michon, Guide de l’Assablée Nationale, Éditions Milan, Toulouse, 1998
(8)A esta exposición de índole enunciativa corresponden lamentables concretos hechos reales que, entre otros, pueden leerse en Hans–Peter Martin y Harald Schumann, La trampa de la globalización. El ataque contra la democracia y el bienestar, Taurus, Madrid, 1998. El malestar comienza a dejar su estado de latencia mediática para transformase en exigencia crítica, por ejemplo, en Nikolaus Piper, Regreso a Keynes, La Nación, Buenos Aires, 19/XI/98, p. 23.
(9) En el sentido más ampliamente aceptado de ideología  como forma “en que el significado (o la significación) sirve para sustentar relaciones de dominio” (Johan B. Thompson), en Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, 1997, p. 24.

lunes, 25 de enero de 2010

...para conocer el espíritu de un pueblo es necesario ser príncipe, y para conocer a un príncipe es obligado pertenecer al pueblo...


Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Prefacio.
          

Requisito necesario para conocer el espíritu de un pueblo es ser príncipe. Saber en qué consiste serlo habrá de ser útil para entender por qué Maquiavelo proponía la necesidad de este requisito. A su vez, es necesario pertenecer al pueblo para poder conocer al príncipe. Comprender esto implicará comprender qué significa tal pertenencia.

¿Puede el pueblo conocerse a sí mismo? ¿Lo puede el príncipe? Pareciera que no. Las alturas se aprecian desde los valles, y éstos desde aquéllas. Esta es una metáfora, no una razón. No explica, pero ilustra que ambos conocimientos son interdependientes. El príncipe podrá conocerse desde el conocimiento que de él tenga el pueblo. Y lo mismo vale de éste. En realidad -diríamos hoy- el príncipe es "la imagen" que de él se ha formado el pueblo. Y, el pueblo, "la imagen" configurada en la mente del príncipe. No hay un "en sí" de la altura. Todo su ser altura depende de la percepción que de ella tiene el valle y de la valoración a ella asignada. Y lo mismo vale respecto de lo que la altura considera como bajo.

Es presumible que conocer el espíritu del pueblo constituya una cualidad propia de la "virtù" del príncipe. Y que la calidad de tal "virtù" dependa de la calidad de tal conocimiento. Si éste no fuera bueno –si la "imagen" fuera defectuosa o no pertinente, la "virtù" sería engañosa. Y, en consecuencia, el poder –que en ella se asentare– débil. De esto se explicita un primer consejo: que el príncipe conozca lo más perfectamente posible el espíritu de su pueblo. No habrá de tener poder, sin este conocimiento. De su preservación e incremento habrá de depender su poder. De su descuido, o de su sustitución por la presunción, cada uno de sus actos se tornará riesgoso e incierto. Al debilitamiento de su "virtù" se aparejará una "fortuna" adversa... (El poder viene del pueblo. No lo da el pueblo, sino su imagen. Si el pueblo imaginado no se corresponde con su "espíritu", con su rostro más profundo, el poder del príncipe es nulo. El pueblo no puede tener dominio sobre sí porque no tiene un rostro de sí sobre el que pueda ejercer interpelación y mando, o frente al que deba responder. No tiene imagen posible de sí. No tiene conocimiento de sí No puede tener "virtù". Ni poder. Este nace de esa imagen de sí que él no puede imaginar, y que sólo al príncipe le es posible. Si ella es verdadera imagen, el príncipe será poderoso. Si yo lograra imaginar lo que tú amas, habría nacido en mí un gran poder sobre ti. Y, si te propusiera  lo imaginado, entonces se  te tornaría intensamente arduo o imposible resistirte a mí.

Que sólo el pueblo pueda conocer al príncipe y que éste no pueda conocerse a sí mismo pareciera albergar un peculiar sentido. Formará parte de la "virtù" del pueblo la imagen que el pueblo mismo se forje del príncipe, porque también es válido para el pueblo el hecho de que el conocimiento integre a la "virtù". En esa imagen echará raíces el poder –real- del pueblo sobre el príncipe. Si ella se corresponde con la realidad del príncipe, éste podrá ejercer poder sobre el pueblo. De lo contrario, el pueblo le retirará la sujeción, vale decir, el verdadero y veleidoso fundamento del poder del príncipe... (Porque el poder que ejerce el poder, recibe el poder de la debilidad del que se sujeta...).

Que el príncipe conozca al pueblo habrá de implicar conocer también la imagen que de él tiene el pueblo, es decir, el "ser imaginado" del príncipe. Lo mismo vale del conocimiento que el pueblo tiene del príncipe: habrá de implicar la imagen que del pueblo tiene el príncipe, el "ser imaginado" del pueblo.

El amo no conocería al siervo si ignorara los pensamientos de éste respecto del amo. Y no conocería el siervo al amo si, a su vez, el siervo ignorara los pensamientos del amo respecto de sí.

ooo

En términos de poder y de sujeción, conocer es imaginar. Superar en algo lo imaginario es comenzar a atisbar que la verdad mora en otras dimensiones, y, también, comenzar a comprender de qué quiso hablarnos aquel impertinente joven de Nazaret cuando dijo que la verdad nos haría libres y que a nadie llamáramos "maestro" o "señor". Si esto alguna vez ocurriera no habría ni poder ni sujeción, ni amos ni esclavos entre los hombres.

En lo imaginario habita el mito, sustento de todo poder. Política e imaginario van de la mano mientras el objeto de la política sea el poder y la sujeción, mientras haya hombres que necesiten ser amos y hombres que necesiten ser siervos, mientras ambas indigencias perduren y no caigan los mitos que las sustentan. Es probable que estemos lejos de ese momento en que el mamífero humano descubra y opere la justeza del mensaje de aquel joven que tanto incomodó al poder de su época...

domingo, 24 de enero de 2010

Un discurso oblicuamente apócrifo made in Argentina




                Recuerdo haber escrito este artículo hace dieciocho años para la  revista Somos (1992). Me permito reproducirlo hoy por haber en Argentina historias que son eternidades. 

 La corrupción. Ya son muchos los que la enuncian y la denuncian. Generosa, ampliamente. Pero nadie debe sentirse mal si hasta ahora no ha incurrido en ella. Es un error pensar que hacerlo sea realmente dificultoso. Tan sólo se requiere un talento y una paciencia peculiar, nada excepcional, por cierto para el registro y ordenamiento de los hechos y de sus protagonistas. Además, se cuenta con la ventaja de que hechos y protagonistas son generosos en cantidad y en calidad. Y que están ahí, formando parte de la vida de todos los días y renovándose a diario. Hay material para cualquier periodista, y hasta para quien no lo sea siempre que esté interesado en registrarlos y consignarlos, con la añadidura de la probabilidad de un rentable éxito editorial.
Los hechos de corrupción se han ido transformando en banales eventos fisiológicos del cuerpo social. Forman parte de lo que, imprescindible a la vez que inevitable, no puede ser dicho sin caer en el mal gusto y en la vulgaridad. Sin embargo, ocurren cosas más importantes en este país. El que no advierte esto, y se detiene en la intrascendencia de los robos para la corona o para sí, incurre en vergonzosa mezquindad. Lamentablemente no ha comprendido. De lo contrario no antepondría tales nimiedades al camino, por todos emprendido, que ha de llevarnos a tener una patria grande y una nación digna.
Puede ser de interés, para tantos "hermanos" y "hermanas" de nuestra Patria, desentrañar el pensamiento de esos otros argentinos que todavía se encuentran penosamente postrados en tal mezquindad. Saber qué y cómo piensan puede ser un antídoto efectivo para neutralizar su añeja y quejumbrosa cantinela.
En primer lugar, en cada uno de ellos se agazapa un extemporáneo y anacrónico "moralista". ¿Qué implica esto? Dos cosas: una advertencia de que algo se esconde detrás de toda actitud moral, y, otra, que toda moral supone que –por un inapelable imperativo- todo hombre es un fin en sí mismo y, en consecuencia, el absurdo de ser, a la vez, el mayor límite y obstáculo al desarrollo de su propia sociedad de pertenencia. No advierten que las palabras no necesariamente comprometen a los hechos, ni que éstos han de seguirse de ellas, y que, en consecuencia, lo que se dice y lo que se hace pueden no ser coherentes entre sí, siempre que lo sean con el fin que se persigue, y que, finalmente, no tiene por qué ser el hombre el fin último de las acciones humanas, salvo que uno mismo quiera serlo para sí mismo. En cuanto a lo que se esconde en todo moralista, no hay duda de que ello se relaciona con la cobardía, la impotencia o la envidia del bienestar que el tachado de inmoral obtiene y disfruta.
En segundo lugar, el moralista cae en la contradicción de afirmar devotamente la primacía del hombre –de su libertad y dignidad al mismo tiempo que duramente adjetiva de salvaje a todo liberalismo por anteponer –y no subordinar la libertad del mercado al bien de todos y cada uno de los miembros del cuerpo social.
En tercer lugar, el moralista manifiesta una congénita debilidad o ineptitud para vivir en sociedad. Se fanatiza con el precepto bíblico de no adorar el becerro de oro y con el imperativo kantiano de la incondicionada respetabilidad del mamífero humano. Es incapaz de advertir que ambos son extraños a la vida concreta de los hombres, y que ser moral es una forma extremadamente sutil y exquisita del rechazo a la vida.
Preservarnos eficazmente del moralista ha de ser, en última instancia, función de la educación. Los niños han de aprender –de "internalizar"– que la moral que no se traduce en riqueza, en bienestar, en desarrollo económico, en abundancia, en mercados prósperos, es vana, repudiable, subversiva. Que todo lo contrario vale la pena de ser tenaz e irrenunciablemente perseguido. Finalmente, que, en este contexto, si ser moral, como diría Alain Etchegoyen, es desarrollar una estrategia suicida, Argentina puede ostentar frente al primer mundo una ridícula e inantendible tasa de suicidios y, a la vez, un número creciente de ciudadanos activos y solícitos en construir, por "todos" los medios, su propio bienestar.

sábado, 23 de enero de 2010

Cultura política y política cultural





El olvido de que el verdadero sentido de la producción cultural no se agota en su exhibición o en el “espectáculo” de sus realizaciones o artefactos –escritura, plástica, teatro, música, danza, etc.–  ha llevado a ese otro olvido: el de que toda cultura real es testigo insobornable y veraz del modo de pensar, sentir, obrar y hacer de una comunidad concreta y de su concreta raigambre y evolución histórica. Y, también, a aquel otro olvido: el de no atender a la dinámica de interacción que opera entre la cultura “establecida” o institucionalizada –estilos, poéticas, escuelas, modelos, paradigmas, instituciones- y aquella otra que día a día se construye desde la palpitante y viva interrelación social. Ésta va generando cambios en el modo de pensar, valorar y hacer desde las experiencias personales y comunitarias concretas de esa palpitante vida de todos los días (Lebenswelt), vida intransferible de cada quien en su potencial ambivalencia de poder ser fuente de creatividad o simiente de decadencia.

Atender a la cultura real y concreta de una comunidad es atender a ese modo de pensar, valorar y hacer que define el carácter, la índole, la identidad de la misma. Índole –o ethos en el decir de los griegos- que puede llamarse idiosincrasia cuando su solidez adquiere ese modo de ser (crasia) que emana de lo que es creativamente propio y peculiar (idio) comunitariamente vivenciado (sin). Por esto, atender a la cultura es atender a lo que es –se lo reconozca o se lo ignore- la verdadera raigambre vital de la identidad misma de toda comunidad viva.

Precisamente porque toda cultura concreta entreteje, desde su urdimbre histórica, pensar, sentir y hacer, le es pertinente todo el ámbito concreto del pensamiento, de los valores, de sus productos y del intercambio social en el que se expresa y vive. Por esto todo proceso involutivo o toda traba a su desarrollo se transforma, a su vez, en una involución de la identidad misma de la comunidad.

Sabemos que las condiciones objetivas de posibilidad del desarrollo cultural tienen que ver con las condiciones mismas de posibilidad del desarrollo creativo de esta identidad. Sabemos que la búsqueda de la identidad sólo es posible desde condiciones reales de libertad e igualdad de oportunidades emanantes de la comunidad misma. Sabemos que el fundamento de la eficacia comunitaria de todo gobierno es precisamente el desarrollo pleno del pensamiento, de los valores y de las obras de la comunidad que le ha confiado la administración eficaz de los medios pertinentes a ese logro. Y también sabemos que esto no es posible sin el conocimiento de los pensamientos y obras de otras culturas y de aquel sustrato que a todas ellas permea: la infatigable búsqueda del sentido del convivir humano que, a través de milenios, venimos intentando con distintos éxitos y diferentes fracasos.

Valga recordar que, en regímenes fuertemente clientelares, es la propia cultura política ejercida la que de hecho imposibilita todo desarrollo cultural auténtico en las poblaciones a ellos sometidas. Es claro que a una cultura política clientelar han de corresponderle políticas culturales de igual índole. 

viernes, 22 de enero de 2010

¿Qué es eso de "la felicidad"?




Decía San Agustín que, si le preguntaban qué era el tiempo, no sabía qué responder, pero que sí sabía si no se lo preguntaban. Según él, se puede saber algo aunque no se lo pueda enunciar. No obstante, escribió muchas cosas sabias acerca del tiempo.
 Responder hoy a la cuestión del tiempo desde las perspectivas de las ciencias físicas es sumamente complejo. Y tan lo es que la respuesta ha de ser de alguna manera "imaginada" para poder ser entendida. Este recurso se torna imprescindible cuando es la complejidad el marco necesario desde el que las preguntas exigen respuestas. Y hoy, quizás más que nunca, se torna necesaria la labor de lo imaginario para que pueda ser alumbrado, como respuesta, el acto de entender.
 Hay otras cuestiones de las que tan sólo conservamos, como quebradizos recuerdos o apergaminadas reliquias, las palabras mismas que las contienen. Entre tales cuestiones, está la de la felicidad.
 ¿Qué es ser feliz?  Esta es hoy -en la situación histórica que se ha dado en llamar postmoderna- una pregunta peregrina, una suerte de extemporánea ocurrencia, que nisiquiera puede ser nítida e inteligiblemente planteada, porque los términos mismos que la conforman han perdido su significado, y, la posible connotación por ella arrastrada, vaciada de experiencia identificable. Es necesario retroceder a otra pegunta, realmente elemental: la que tiene por objeto la significación misma del término feliz. ¿Entonces, qué significa feliz? ¿Qué intentamos decir cuando decimos feliz?
 Es muy probable que -desprevenidamente enfrentados a esta pregunta- en el intento de hallar una respuesta nos sorprenda, a su vez, primero la impotencia y luego la ignorancia. Que nuestra cultura mediática no pueda brindarnos una ayuda efectiva, ni tampoco puedan hacerlo conocimientos específicos adquiridos desde distintos saberes. Que vueltos hacia nosotros mismos, no encontremos una definición posible de esa palabra. Y que, finalmente, tengamos que reconocer esa despiadada forma de desprotección que es la ignorancia. Sin embargo, no ha de resultarnos inútil ni este camino ni esta prueba; habremos descubierto, sin quererlo, la reiteración de una experiencia significativa y pertinente a nuestra búsqueda: la de la "infelicidad" en que nos sume toda ignorancia, y la de su encarnarse en ese nada gozoso "no sentirse bien" que indefectiblemente la acompaña. Es, sin duda, esta "esterilidad" -propia de toda ignorancia- un anticipo "vivencial" -si bien negativo e indirecto- de la respuesta buscada.
Querer salir de este estado habrá de llevarnos a esa actitud sanamente regresiva que es la de dejar de preguntarnos para comenzar a preguntar. ¿A quien? A lo único que, desde la inmediatez de la pregunta, tenemos a mano: la palabra misma, y a hacerlo desde su lengua primigenia, desde aquella que sigue hablando el ser verdadero (etimología). O, si queremos retomar la metáfora vegetal, descender a la raíz -a lo raigal- de su significado.

Es así que, desempolvando nuestra ignorancia, quizás decidamos desempolvar también algunos de esos libros que, exiliados de los anaqueles por no ser ellos ni "ciencia" ni "narrativa", yacen fríos y polvorientos en las bauleras. Quizás demos con el de A. Ernout y A. Meillet. Si así fuera, nos enteraríamos de que el felix latino -del que proviene nuestro feliz- nombra a aquello que produce frutos, que es fértil. Diríamos, entonces, que feliz es lo que fructifica; y que ello se decía, en primer termino, de los árboles que daban frutos, y, metafóricamente, de algunos humanos. Nos enteraríamos también de que luego se restringió y pasó a significar persona afortunada, favorecida por los dioses. Y no sólo en el sentido pasivo de recibir favores, sino también en el activo de darlos. De este modo, feliz resultaba ser el que, favorecido, favorecía a los otros, por lo que Servio definirá al hombre feliz como el que, siendo feliz, hacíe felices a los demás.
 En cuanto a su origen, felix se derivaría de un sustantivo fela (glándula mamaria) relacionado, a su vez, con felo (succionar), de manera que feliz seria aquel que amamanta,.., aquel que da de si.
 Tampoco dejaríamos de advertir que fructificar es hacer el fruto (como panificar es hacer el pan). Y que, entonces, la felicidad no es un estado de pasividad, sino un activo generar el fruto contenido en las raíces, lo mejor de sí desde lo más hondo de sí.
 Nos enteraríamos también de que fruto proviene de un verbo que significa gozar y de que, en consecuencia, el gozo -de alguna manera- le pertenece. Como si éste fuera el ámbito y la sustancia tanto del hacer y del dar fruto, como del fruto mismo y de su ser compartido. En realidad, hacer, dar fruto es gozoso, y el fruto es gozo del que lo da y del que lo recibe.
 En una palabra, si atendemos al uso de los orígenes y al origen del significado, cabría decir que feliz es aquel que da fruto y, así, alimenta. Y que, cuando esto acontece, el fruto y la fruición son gozosos. Muchas cosas se nos tornan, así, comprensibles. Y, entre ellas, que no hay felicidad sin gozo.


¿Hasta dónde nos ha llevado la búsqueda de la etimología, de ese ser verdadero de la palabra? En realidad, hasta tan cerca de nosotros mismos que la sensación que nos produce es la de casi no habernos movido. En realidad, nos percatamos felices -gozosos- cuando sentimos que algo en nosotros, desde nuestro hacer de verdad raigal, fructifica; que ese algo ve la luz del sol y se ofrece a nuestros semejantes. Así de simple y transparente es la felicidad. Y casi tan fisiológica como el proceso mismo por el cual el manzano florece, fructifica y extiende simple, llana, generosamente, su fruto a quien quiera tomarlo.
 No obstante, en el olvido -o en la ignorancia- postmoderna de la felicidad, el malentendido perdura y se extiende. Nace de esa nuestra cultura del consumir la vida consumiendo, como la llamaría G. Lipovetsky. Y que, entre sus supuestos, cuenta con el de identificar tener felicidad con poseer, y esto, a su vez, con ser feliz. No se llega a advertir que feliz se es desde el hacer que se da, y que la felicidad no se tiene, porque la felicidad no puede ser poseída, sino sida. Ni tampoco se advierte que el gozo no nace de las cosas, sino de las raíces que, haciendo, dan fruto y comparten el fruto-gozo.
 Así de simple es esto: que el ser no es desde el tener, sino desde el hacer. Que ser feliz es ser. Que ser para el hombre -desde la metáfora vegetal- es fructificar. Que fructificar está las antípodas del tener y ningún narcisismo puede erigirse desde él. Que dar fruto es para alimentar. Que ambas cosas son gozosas. Y que esto, finalmente, significa ser feliz.
 Un antiguo mito quiché dice que el hombre fue creado feliz: que fue creado perfecto porque fue creado alimento. Que ser hombre es ser alimento para el hombre. Dice, también, que esta perfección produjo envidia en los mismos dioses que así lo habían creado. Y que desde entonces quedó velada la mirada de los hombres...
 Quizás lo que hoy profunda y dolorosamente ansiemos sea descubrir el gozo o regresar a él. Compartir el fruto que cada uno ha de intentar ser para el otro, dejando nacer -ser- lo que desde sí se es. Cumplir, entonces, el mandato raigal de ser feliz. Para lo cual lo primero habría de ser descorrer, todo lo que se pueda, el velo con que la envidia de los dioses enturbió nuestra mirada.