sábado, 3 de julio de 2010

Las cosas del poder


… una regla general que nunca o raramente falla: 
que quien se acusa de que otro se vuelva poderoso 
obra su propia ruina; 
porque con su propia industria y con su fuerza 
ha causado aquel poderío, 
y uno y otro de estos dos medios resultan sospechosos  a aquel que se ha vuelto poderoso.
Maquiavelo, El Príncipe, III, 14, 25.


Poner la propia energía y el propio ingenio para que otro se torne poderoso (en rigor, poner la propia virtú al servicio de la fortuna para que alguien adquiera dominio) equivale a generar la propia ruina. Construir un poder que no sea el propio es simplemente destruirse. No arruinarse supone una primera norma: no contribuir al poder de nadie. Esto pensaba Maquiavelo.

Y la razón de ello se funda en que las causas del poder generado no están en el beneficiado, sino en el benefactor. Si la energía y el ingenio de éste pudieron construir ese poder, también podrán destruirlo. Las que ayer fueron causas hoy son amenazas. A su vez, el poder exige incondicionalidad; no soporta condicionamiento alguno y mucho menos proveniente de su origen. Finalmente, el poderoso no envidia las aptitudes del benefactor, sino que las teme.

Pareciera que la debilidad del poderoso no fuera precisamente la envidia, sino el temor. Y que éste fuera más apto que ella para desencadenar comportamientos destructivos. Pareciera, también, que el exterminio del benefactor tuviera en el temor del poderoso su posibilidad objetiva. Y que si una multitud, un pueblo, una comunidad hubieran sido los que hubieran posibilitado ese poder, sobre ellos habría de cernirse, de una manera u otra, la amenaza última -abierta o latente- del exterminio. Es ésta, quizás, la génesis primigenia de la razón de Estado, y quizás sea ese temor inconmensurable a la muerte el miasma primordial del que surgen todos los exterminios.

El que contribuye al poder de otro contribuye a crear para sí un estado de amenaza permanente. Es la respuesta -retributiva y equitativa- que el beneficiado da a la amenaza que intuye ser, para el poder recibido, la energía y el ingenio del benefactor.

Es inherente a toda donación de poder -cualquiera sea la forma en que ella se verifique- su conversión en amenaza para el que la haya hecho.

Esta ley de inherencia, equidad y simetría de las amenazas, pareciera gozar del favor de los hechos, según la opinión del Secretario florentino. E, igualmente, parecería esto verificarse en conformidad con aquello de la sabiduría popular respecto de la recompensa prometida a los criadores de cuervos...

La pregunta que necesariamente se impone es la que concierne al sentido mismo del contribuir a la génesis del poder, si es verdad que todo poder es amenaza virtual de exterminio desde el hecho y el momento mismo de haber sido engendrado. Si es verdad que, en última instancia, engendrar poder es la forma arquetípica de la génesis de todo parricidio...

La otra pregunta -la que subyace a la anterior- cuestiona sobre el sentido o el absurdo de todo poder y de toda sujeción... y de toda filosofía o paradigma de pensamiento que caiga en el olvido del mandato de no llamar a nadie maestro y a nadie señor. Esa pregunta no ignora que nada de esto tiene que ver con la anarquía o la ingobernabilidad de los hombres. Y, sí, sabe que esto tiene todo que ver con una visión de lo humano en la que el mutuo servicio entre los hombres, y no la mutua servidumbre de amos y esclavos, tiene la primacía. Y en la que el amor a todo viviente se yergue por sobre el nefasto temor de la muerte. En una palabra, el servicio a la vida por sobre los exterminios (... si es posible vomitar el trozo de manzana que todos alguna vez hemos mordido con la necia esperanza de ser, como Dios, omnipotentes).


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