lunes, 24 de mayo de 2010

Ese derecho a transgredir

    Lo cotidiano se oculta. Lo que se celebra o condena emerge de la cotidianeidad, recibe un nombre y se torna manifiesto. Lo cotidiano, en cambio, pertenece a las cosas que, enfrentadas a nuestros ojos, escapan a nuestra mirada. No hay mejor escondite que él, ni nada mejor para encarnar el disimulo. El vestido festivo no puede ocultarse ni ocultarnos. El de todos los días -y más el de la intimidad- nos cubre sin que se note, nos hace hombres y mujeres de entrecasa, nos disimula, nos banaliza, nos oculta. En fin, no vemos lo cotidiano. Para verlo debemos rescatarlo, darle un nombre y espejarlo en la reflexión.

   Entre tantas cosas con que hoy se atiborra nuestra vida diaria, hay una que se va tornando más desenfadada, más de entrecasa y menos notable. En el intento de rescatarla, podríamos llamarla democratización creciente del derecho a transgredir. Un proceso curioso, quizás inédito, que pareciera extenderse entre nosotros.

   El poder último de transgredir -de pasar los límites-, incluso mediante la violencia más despiadada y la violación de la moral y del derecho, es propio de la Razón de Estado. Y lo es por la vital necesidad de eliminar la anarquía de los que viven bajo su mandato. Sólo ella tiene la legitimidad de la trasgresión. Desde su legítima violencia, tiene el poder de eliminar la violencia de los súbditos cuanto éstos, mediante la propia, intentan dirimir sus controversias. Sus límites no están en los medios sino en sus fines. Por último, no es participable, no es "democratizable", y, si en alguna medida lo fuere, habría de sucumbir el Estado e instaurarse la anarquía.

   El pragmatista Richard Rorty aconsejaba que la reflexión habría de servirnos para combatir la injusticia en la vida cotidiana. Si seguimos su consejo, hemos de volver a lo de todos los días. Mirar lo que allí está, con esa misma inmediatez con la que miramos los árboles, sin necesidad de testigos que certifiquen su existencia. Veremos lo que vemos, aquello con lo que diaria y reiteradamente chocamos: la incontrovertible presencia de transgresiones que asfixian nuestra vida de ciudadanos y que no son sino violencias que restringen o anulan la posibilidad de vivir y trabajar en dignidad. Esa presencia -más allá de la consuetudinaria y atávica trasgresión de la debilidad humana en las pequeñas transacciones diarias- es la del multiforme rostro de la corrupción concentrada y centralizada en grupúsculos de extendida y variada influencia. La corrupción del Estado -la del cohecho, la del nepotismo, la del clientelismo, la del peculado por distracción- comienza a imbricarse con la de grupos políticamente privilegiados de gobernados que entrelazan, en una misma rapiña, los bienes comunes del Estado con los bienes particulares de sus conciudadanos. Una intermediación día a día más numerosa por la cual no es posible comprar o vender servicios o productos sin tributar "adornos", desarrollándose así una estética de la depredación, plasmadora de fortunas impunes y suculentas, y empobrecedora de argentinos que aún no han renunciado a ser productivos y dignos. No son necesarios ni ejemplos ni pruebas. (Ahí están los hechos, con sus números y tarifas. Pedir pruebas sería hoy, antes que una exigencia de justicia, una profesión de cinismo.)

   Este proceso es una suerte de "privatización" de la Razón de Estado, un desplazamiento hacia lo que podría llamarse "la Razón Individual" en orden a una creciente apropiación y democratización de la trasgresión. Conlleva el peligro de la ruptura individual de todo límite y el consiguiente vaciamiento del Estado. Es tributario de la impunidad, desde una lógica que férreamente deduce, de la impunidad de la trasgresión, el derecho de los hechos y, de éstos, la eliminación de todo límite a la apetencia individual. Una lógica que, finalmente, habrá de conducir a una progresiva licuación del Estado desde una creciente servidumbre del mismo.

   Quizás sea imprescindible dejar, por un momento, de distraernos con el mañana y atender al ocultamiento de lo cotidiano y a la corrupción que crece a su sombra.

                                                                                                                        Buenos Aires. 1992.

domingo, 23 de mayo de 2010

El riesgo del cambio. Sabiduría y actualidad de Maquiavelo.


…no hay cosa más difícil de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligrosa de manejar que convertirse en jefe para introducir nuevos estatutos, pues el introductor tiene por enemigos a todos los que sacaron provecho de los antiguos estatutos, y tiene tibios defensores en todos los que se aprovecharán de las nuevas disposiciones. Semejante tibieza nace, en parte, del miedo a los adversarios, que sacaron partido de las antiguas leyes, y, en parte, de la incredulidad de los hombres, que no creen realmente en las cosas nuevas, si no se ha hecho de ellas una sólida experiencia. De ahí resulta que siempre que los que son enemigos tienen ocasión de atacar lo hacen por espíritu de partido, mientras que los otros se defienden tibiamente, de modo que peligra el príncipe con ellos.
El Principe, VI, 5, 34.


    Querer innovar y liderar la introducción de lo nuevo es de difícil propuesta, peligroso de llevar adelante y, finalmente, de logro incierto. Se requiere, sin duda, valor. No se trata tan sólo de suerte.

    La innovación consiste en introducir nuevas leyes y normas en las que se pueda asentar el nuevo Estado y su seguridad. Cambios de esta índole significan rupturas de procesos distributivos de beneficios y de acuerdos de intereses, pérdidas de privilegios y de posiciones supuestamente inamovibles. Los afectados no permanecen pasivos. Luchan y acérrimamente. No es interés de ellos ese interés -innovador y fundante de un nuevo Estado- que anima al Príncipe. De esto tienen certeza como la tienen respecto de que toda pasividad acelera la consolidación de lo que lúcidamente perciben como inminente e indefectible despojo. Se transforman en enemigos del Príncipe porque beneficios e intereses no son negociables si el nuevo orden implica en realidad un nuevo Estado. Y este es el caso. No se transformarían en enemigos del Príncipe, si la innovación que éste les propone fuera tan sólo formal o epidérmica. Pero la certeza de no ser ella así los torna implacables.

    Cambios de esta índole suponen también nuevos beneficiados. Éstos habrán de valorar las ventajas del nuevo orden una vez que éste se halle instaurado, y no durante el proceso que lo lleve a cabo. Esto exige ser creído, pero en materia de beneficios es ingenua esta exigencia antes de que las palabras se concreten en hechos. Resulta, entonces, esperable que la actitud que habrán de asumir frente a la introducción de la innovación sea la de no compromiso. Ni respecto de los que resultarían perjudicados, si el proceso de cambio llegara a consumarse. Ni respecto de los promotores del nuevo orden, que, a su vez, podrían fracasar en su intento, si los primeros se les impusieran. No comprometerse con nadie. Ni con el nuevo príncipe, ni con los antiguos poderosos. Siempre es dudosa la credibilidad del primero, y temible malquistarse con los segundos...

    La innovación implicará, inevitablemente, el duro protagonismo del innovador, el implacable antagonismo del perjudicado y la escéptica tibieza de ese tercero que, paradójicamente, habrá de resultar de todos modos beneficiado, sea por la victoria del protagonista, sea por la de su enemigo. La primera le acarreará, sin duda, los beneficios prometidos. La segunda, la certeza de no resultar más perjudicado por el retorno del viejo orden.

    Falta, sin embargo, situarse en el Estado invadido. Desde allí es claro que no todo el que se opone al nuevo orden habrá de estar necesariamente al servicio de sus intereses personales. Es posible que muchos también deseen y busquen ennoblecer y hacer próspera a su patria, y, así, rechacen con todas sus fuerzas al príncipe invasor que ha de quitarles nobleza y prosperidad, por más interesantes y promisorias que resulten las innovaciones propuestas...