…no hay cosa más difícil de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligrosa de manejar que convertirse en jefe para introducir nuevos estatutos, pues el introductor tiene por enemigos a todos los que sacaron provecho de los antiguos estatutos, y tiene tibios defensores en todos los que se aprovecharán de las nuevas disposiciones. Semejante tibieza nace, en parte, del miedo a los adversarios, que sacaron partido de las antiguas leyes, y, en parte, de la incredulidad de los hombres, que no creen realmente en las cosas nuevas, si no se ha hecho de ellas una sólida experiencia. De ahí resulta que siempre que los que son enemigos tienen ocasión de atacar lo hacen por espíritu de partido, mientras que los otros se defienden tibiamente, de modo que peligra el príncipe con ellos.
El Principe, VI, 5, 34.
Querer innovar y liderar la introducción de lo nuevo es de difícil propuesta, peligroso de llevar adelante y, finalmente, de logro incierto. Se requiere, sin duda, valor. No se trata tan sólo de suerte.
La innovación consiste en introducir nuevas leyes y normas en las que se pueda asentar el nuevo Estado y su seguridad. Cambios de esta índole significan rupturas de procesos distributivos de beneficios y de acuerdos de intereses, pérdidas de privilegios y de posiciones supuestamente inamovibles. Los afectados no permanecen pasivos. Luchan y acérrimamente. No es interés de ellos ese interés -innovador y fundante de un nuevo Estado- que anima al Príncipe. De esto tienen certeza como la tienen respecto de que toda pasividad acelera la consolidación de lo que lúcidamente perciben como inminente e indefectible despojo. Se transforman en enemigos del Príncipe porque beneficios e intereses no son negociables si el nuevo orden implica en realidad un nuevo Estado. Y este es el caso. No se transformarían en enemigos del Príncipe, si la innovación que éste les propone fuera tan sólo formal o epidérmica. Pero la certeza de no ser ella así los torna implacables.
Cambios de esta índole suponen también nuevos beneficiados. Éstos habrán de valorar las ventajas del nuevo orden una vez que éste se halle instaurado, y no durante el proceso que lo lleve a cabo. Esto exige ser creído, pero en materia de beneficios es ingenua esta exigencia antes de que las palabras se concreten en hechos. Resulta, entonces, esperable que la actitud que habrán de asumir frente a la introducción de la innovación sea la de no compromiso. Ni respecto de los que resultarían perjudicados, si el proceso de cambio llegara a consumarse. Ni respecto de los promotores del nuevo orden, que, a su vez, podrían fracasar en su intento, si los primeros se les impusieran. No comprometerse con nadie. Ni con el nuevo príncipe, ni con los antiguos poderosos. Siempre es dudosa la credibilidad del primero, y temible malquistarse con los segundos...
La innovación implicará, inevitablemente, el duro protagonismo del innovador, el implacable antagonismo del perjudicado y la escéptica tibieza de ese tercero que, paradójicamente, habrá de resultar de todos modos beneficiado, sea por la victoria del protagonista, sea por la de su enemigo. La primera le acarreará, sin duda, los beneficios prometidos. La segunda, la certeza de no resultar más perjudicado por el retorno del viejo orden.
Falta, sin embargo, situarse en el Estado invadido. Desde allí es claro que no todo el que se opone al nuevo orden habrá de estar necesariamente al servicio de sus intereses personales. Es posible que muchos también deseen y busquen ennoblecer y hacer próspera a su patria, y, así, rechacen con todas sus fuerzas al príncipe invasor que ha de quitarles nobleza y prosperidad, por más interesantes y promisorias que resulten las innovaciones propuestas...
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