miércoles, 9 de febrero de 2011

Pequeño Tratado de la Soberbia

Maxima Superbia, vel abjectio est maxima sui ignorantia.
Maxima Superbia, vel abjectio maximam animi impotentiam indicat.
Superbus parasitorum, seu adulatorum praesentiam amat,
generosorum autem odit.
BARUCH SPINOZA

Decía Baruch Spinoza que la soberbia más grande y abyecta implicaba el mayor desconocimiento de sí. Que tal soberbia delataba igual impotencia interior. Y que el soberbio amaba a los adulones y parásitos, y, en cambio, odiaba a los generosos.
La soberbia sería, así, una forma sutil y enmascarada de la necedad. Quizás la definición misma de ésta. Desconocimiento de sí, impotencia o falta de seguridad personal, complacencia con los obsecuentes que lo halagan, e intolerancia y rechazo respecto de  aquellos -los generosos- a quienes percibe como una peligrosa amenaza a su vanidad porque pueden brindarle algo a cambio de nada.  
También se estaría tentado de decir que la soberbia conlleva la culpa del desconocimiento de sí. Que es esta ignorancia culpable la que, en realidad, es necia. Y que es esta necedad el nombre verdadero de aquel pecado capital que los catecismos y los teólogos llamaron, precisamente, “soberbia”.
Muchas son las formas de la incontinencia. La gula, la lujuria, la codicia, la ira... Todas han sido condenadas. Por pecaminosas, en algunas épocas. O por ser de mal gusto, en otras.
Hay, sin embargo, una incontinencia raigal, oculta y ocultada, sutilmente disimulada, revestida, las más de las veces, de sublimes pensamientos y hasta de mesiánicas razones. Es ella la incontinencia del poder. No es considerada ni pecaminosa, ni de mal gusto. De ella se alimentan -desde milenios- todas las formas de religión institucionalizada, todas las formas de sumisión política, todas las formas de la obsecuencia, todas las formas individuales de paranoia mística, y casi toda aspiración de transcendencia.
Sin embargo, la incontinencia del poder, expresión raigal y demoníaca de la exaltación del yo adámico -seréis como dioses-, es quizás la forma transcendental e irredimible de la necedad.
Es precisamente en el rostro de la necedad en donde se revela la mortífera e incontenible descomposición de los incontinentes del poder. Descomposición casi biológica, neuronal, sináptica, que degrada la creaturalidad humana a niveles de ineptitudes, humanamente irreversibles, respecto de todo atisbo de ssensatez y sabiduría y de toda posibilidad de convivencia.
La necedad, desvinculación sináptica, es la expresión inicial y extrema de la soberbia, forma genérica de una categoría moral que alberga todas las particularidades, matices y dialectos de la incontinencia del poder. Y que Spinoza llamó “maxima abjectio”, abyección máxima.
 Una paradoja del soberbio -bajo las formas del autoritarismo o del despotismo- es la de no necesitar tu servicio, pero sí tu servidumbre. Tu servicio lo humilla, porque de alguna manera lo sujeta, lo muestra indigente. Tu servidumbre, en cambio, lo enaltece. Esto cree. Pero, en ambos casos, y sin saberlo, es tu esclavo.
La ignorancia cultivada supone el empeño de no someterse el hombre a la búsqueda de la verdad de sí, vale decir, de preservar una autonomía absoluta que nunca lo supedite, en su imisma nterioridad, a heteronomía alguna sospechable. Es esta ignorancia cuidadosamente cultivada la sutil materia con que muchos hombres hacen de sí un ídolo, un simulacro de divinidad, y con la que instauran regímenes de sometimiento ideológico, religioso, económico o político.
 Esta ignorancia cultivada es necedad, soberbia, incontinencia del poder. La equivalencia de los términos remite al sustrato que a todos ellos emparenta: el necio olvido de la creaturalidad absoluta e infinita que yace en el interior de cada hombre. Ese olvido culpable de que si hay poder alguno en el hombre, es él el de su creaturalidad. Que es el de su límites. Que es el que le permite amar. Que es el que ha de enriquecerlo desde su unión con sus semejantes en el compartir lo diferente. Que es el que habrá de abrirlo a la generosidad de su prójimo y cerrarlo a la falsedad de toda obsecuencia y adulación.
   Quizás valga recordar el mensaje de Baruch Spinoza en una época que, como la nuestra, expresa, en el ejercio inescrupuloso e ilimitado de su poder bélico, económico y político, la necia y radical impotencia que la carcome: la de hacer posible sobre el planeta la vida entre los hombres.

martes, 1 de febrero de 2011

De qué hablamos cuando hablamos de...

 Rembrandt - Aristóteles mirando busto de Sócrates
I. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE POLÍTICA

Política, un término remanido, usado y abusado hasta el hartazgo. Y, sin embargo, un término de cuna noble. Sócrates, Platón y Aristóteles lo fueron pergeñando para dar cuenta de la comunión raigal que ha de darse entre los humanos para que a ellos les sea posible la vida. Y esto lo cimentaron en ese insight –en ese caer en la cuenta- de que es inherente a toda vida –a toda zoé- la comunión, la comunidad, a la que ellos expresaron mediante el término koinonía. Así no hay vida –ningún tipo de vida, vegetal, animal o humana- a la que no le sea inherente la vida en comunión (manada, enjambre, rebaño, bosque, etc.) A su vez, en su búsqueda de aquello que hiciera de la vida humana una vida específica y propia respecto de los restantes vivientes, señalaron -dándole el nombre de bios- a la dimensión contemplativa, intelectual, racional y poiética del viviente humano, y, como psique, al asiento interior de las realizaciones de los valores que, generando comunidad –koinonía, polis- desde la práctica de las virtudes, conduce a la eudaimonía, al buen espíritu que nosotros, luego, desde el paradigma latino, habríamos de llamar felicidad, remitiendo este concepto a la abundancia del fructificar (rama felix, rama cargada de frutos).
 Resumiendo esta concepción: el hombre es un ser viviente que se realiza como tal en ese buen espíritueudaimonía en el decir de los griegos y felicitas en el de los latinos- que se logra cuando se vive en comunidad desarrollando en ella las instancias del saber y del hábito –exis- de convivir en comunión (koinonía), o sea, en la realización de la esencialidad misma que define a todo viviente. Vale decir, que se realiza el hombre como viviente en la vivencia comunitaria –específica y propia- de su específica y propia humanidad  Fuera de esta instancia de comunidad convivencial no hay posibilidad alguna de eudaimonía –que quiere decir buen espíritu y que hemos venido traduciendo como felicidad.
 Así de clara y luminosa fue la visión griega de la política. Visión de un pueblo amante de la luz y de la armonía y, también, de la estética y de la paradójica racionalidad de los números irracionales como la pitagórica y secreta raíz cuadrada de 2 y el número de oro arquitecturando el Partenón.
 Sobre estos conceptos –muy rápida y esquemáticamente señalados aquí- se fue intentando, a través de la historia política de Occidente, y no sin dolorosas e incluso sangrientas contradicciones, la construcción de sociedades en las que tuviera sentido y valor la búsqueda del ideal griego de lograr la plenitud de la vida humana en la plenitud de la comunión ciudadana.
 En su sentido raigal el objeto de la política es la consecución de esa comunión -koinonía- específica del viviente humano, comunión que es esencia de toda ciudadanía real. En las antípodas de esta visión se sitúa todo clientelismo, toda mutua relación de amo y esclavo por la cual el amo es súbdito del cliente y, éste, del amo. El clientelismo es, desde la visión política expuesta, desnaturalización de la virtualidad de generar comunidad específicamente humana. En rigor, lo que toda relación clientelar niega es, precisamente, y en última instancia, la esencial índole convivencial del viviente humano en cuanto tal. Desde la fundante perspectiva aristotélica, tanto la exclusión social como el clientelismo es una suerte de degradación o menoscabo vital del hombre como viviente humano. No obstante, sabemos, desde nuestra experiencia histórica formalmente ciudadana, más de clientelismo que de vigencia de la política como realización de indiscriminante comunión humana o, si se quiere, de mutua pertenencia comunitaria –vale decir, de ciudadanía en su sentido más raigal y pleno.
 Concluyendo, cuando se habla de política hemos de tener la sensatez de discriminar de qué se habla. Si de la sacralidad a ella inherente, propia de la convivencialidad específica y propia del viviente humano, o de su profanación por parte de instrumentaciones ideológicas o clientelares que menoscaban la dignidad ciudadana reduciéndola a mercancía electoral.   

II. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE CULTURA

 Cultura es el sustantivo objeto de este Congreso titulado Primer Congreso Ciudadano de Cultura. Creo que en esta instancia inaugural es bueno detenernos en la cuestión acerca de qué hemos de entender por dicho término. Muchas han sido las definiciones propuestas desde ángulos tan diversos como lo son, por ejemplo, los propios de la filosofía, de la antropología, de la historia o de la sociología en las diversas orientaciones que a través de sus biografías y escuelas las mismas han asumido. No es pretensión de esta ponencia pontificar sobre qué acepción ha de regir el término cultura como especificante de la índole misma de este congreso. Pero sí proponer una delimitación conceptual del término de modo que podamos evitar ambigüedades y malentendidos, por lo menos en lo que a esta exposición concierne.
 Comencemos por lo obvio. Cultura se refiere, en su acepción propia y desde su raigambre latina, a la actividad de cultivar. Cultura es cultivo. El término latino correspondiente a su infinitivo –colere- tiene también el significado de rendir culto. Una dimensión agraria y una dimensión religiosa configuran su aplicación metafórica. Ambas tienen que ver con la vida. Toda cultura es cultivo de vida y toda vida es sacra. Esto nos dice su raigambre etimológica.
 Las tantas definiciones que de cultura se han dado testifican la riqueza de las connotaciones en ella alojadas y la atención que cada una de éstas ha merecido por parte de quienes, a través de la historia, las han tratado. De todas ellas quizás la más acorde sea la que preserva la metáfora del cultivo humano de la vida asimilándose la fertilidad de la vida humana a la fertilidad misma de la tierra. Vida en esa plenitud ya considerada por Aristóteles, es decir, la del pensar, del valorar y del hacer, e implicada  en el paradigma epistémico de antropólogos como Ruth Benedict. Es decir, la cultura entendida como visión de la vida estructurada por valores que se encarnan en la cotidianeidad, o, si se quiere -recordando términos ya clásicos de la filosofía- como una Weltanschauung cuyos valores configuran al Lebenswelt, es decir, como una visión del mundo cuyos valores se encarnan en el hacer de la cotidianeidad, en el mundo de la vida que no es otro que el de la vida real, concreta, cotidiana; ese mundo de todos los días, vivido y convivido, textura misma de nuestro concreto, histórico, particularizado, cotidiano –e incluso rutinario- acontecer en el mundo. Es desde el hacer concreto de lo que se hace en la única vida que poseemos -que es esa (esta) vida de todos los días- donde los valores se encarnan, y revelan, así, la jerarquía que invisten, en la mente de cada quien y de cada comunidad que los “cada-quienes” integran y cuya cultura –modo de pensar, sentir y hacer- configuran.
 Es en ese mundo concreto de la vida -que es el de la cotidianeidad- en el que se gestan las experiencias, las penas y los gozos, las pérdidas y los logros, la solidaridad y la comprensión, la amistad y la soledad, la participación y el aislamiento, el dominio y la esclavitud, todas las manifestaciones de la vida y todos los sinsabores de las pérdidas, el gozo del éxtasis y el dolor de lo que no tiene nombre…
 Es de ese mundo concreto de la cotidianeidad de donde el arte abreva sus metáforas; el filósofo y el poeta sus iluminaciones; el amante lo indecible de su querer; el amo su ficción de poder; el esclavo su experiencia de sujeción; el indigente la carencia del pan; el solitario la intemperie que lo habita… Es en la cotidianeidad –y sólo en la cotidianeidad que es la “vida de todos los días”, donde los valores se tornan consistentes dando sentido al sentido, y los disvalores muestran su desnuda e irremediable vacuidad.
 De esto hablamos cuando hablamos de cultura.

III. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE CULTURA POLÍTICA
  
Cultura política es, para decirlo en términos breves y claros -y conforme a lo antes expresado- cultivo de la koinonía humana, cultivo de la comunión constitutiva y constituyente de la vida humana en cuanto vida específicamente tal. Cultura que es cultivo de la polis, de la ciudad, de la comunidad convivencial encarnada en instituciones a la que todo conjunto humano desde su especificdad de viviente humano está llamado a integrar y ser. Cultura que, en cuanto tal, es incluyente de un proyecto de comunidad pensada conforme a valores compartidos y encarnados en ese único ámbito de lo real que es –ni más ni menos- que la cotidianeidad, que la vida de todos los días, que el mundo del vivir, el mundo real y concreto de la vida (el Lebenswelt).
 Como toda cultura, la cultura política implica una visión de la vida, un sistema de valores referentes a ella y la vivencia de éstos en la cotidianeidad. Es decir, cultura política implica –asumida en sentido propio- una concepción de la vida comunitariamente compartida, la estructura de valores que ha de regirla y los comportamientos concretos que en la cotidianeidad han de realizarlos.
 Cultura política es cultivo de la comunidad de pertenencia, no sólo conocimiento de su historia, de sus protagonistas, o de su pensamiento político hegemónico o marginal, o de la ideología implicada en el comportamiento político de una sociedad o de sus dirigentes.
 Cultura política es vida ejercida, ideas encarnadas en acciones que condicionan y configuran la cotidianeidad –la vida de todos los días- vivenciada por la ciudadanía y por aquellos a quienes ésta eligió y a quienes ésta les concedió la carga y el honor de conducirla.
 Cultura política es también, pero no sólo, conocimiento, erudición o información. Cultura política es, en sentido propio desde la metáfora que la constituye como significante, cultivar comunidad. Cultivar que es trabajar. Trabajar que es compartir. Trabajar en generar, desarrollar, fructificar, reproducir y mejorar, generación tras generación, convivencialidad humana e historia digna de ser vivida.
 ¿Qué es entonces un político? Un cultivador de ciudadanía. ¿Qué es entonces la cultura política? El trabajo de cultivar ciudadanos en quienes se verifique, se torne real, la convivencialidad específica que los constituye en vivientes: es decir su real humanidad desde lo único que la configura tal: la convivencialidad conforme al mutuo reconocimiento del valor único e insustituible de cada quién respecto de sí, de su prójimo y de la comunidad que integra.
 Cultura política no es erudición, sino ese real saber hacer que es el de cultivar la convivencialidad. Convivencialidad que sólo es posible en la cotidianeidad, en la vida de todos los días. En esa vida que se desarrolla en la casa de cada quien, en su barrio, en su colegio, en su supermercado, en el colectivo al que cada mañana se sube, en el trabajo al que cada día se llega…Quien carezca de ella puede acreditarse los nombres que quiera y adscribirse los títulos que desee. Pero nunca el de ser un político o un ciudadano.
 La negación del ejercicio, de la vigencia, de la cultura política como cultivo de ciudadanía es lisa y llanamente ausencia de cultura política. Denominar “cultura política” a regímenes dictatoriales o clientelares es impropio. El cultivo de dictaduras o de regímenes clientelares es, en rigor, cultivo no generador de vida, no generador de comunidad. Procrea regímenes portadores del no sentido, del no vale la pena, del para qué, del escepticismo, de la dejadez… Regímenes no portadores de vida, sino de ese abandono que encubre tanta muerte cívica en la desesperanza de poder integrar una comunidad soñada como humana…
 Es claro, entonces, que cultura política implica una irrenunciable concepción de lo humano basada en la primacía de la comunidad de pertenencia como ámbito de realización de la propia individuación como persona y ciudadano en ella.
 A su vez, no hay cultura política allí donde la esencial convivencialidad que define como humano al viviente humano es desnaturalizada a partir de la manipulación instrumental del ciudadano

IV. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE POLÍTICA CULTURAL
 
Cuando hablamos de política cultural hablamos del diseño y generación de las pautas y hechos que, emergentes de la cultura política de una comunidad, se orientan a la consolidación y concreción de los valores que, libremente asumidos, fundamentan la idiosincrasia y el destino de una comunidad ciudadana dada.
 Consecuente con esto no cabría una política cultural divorciada de la real cultura política de una comunidad y del poder político que la rige. Es la cultura política real y vigente la que marca y delimita el ámbito de posibilidad objetiva de toda política cultural. Vale decir, que es la cultura política -esa concepción de la convivencia, esos valores que la estructuran y esa praxis cotidiana que en la convivencia los encarna- la que generara a la política cultural. Toda política cultural que no se corresponda con la real cultura política de una comunidad no puede no ser ficticia y, en consecuencia, finalmente inoperante y, por esto mismo, nociva.

 V. A MANERA DE CONCLUSIONES
 
A la luz de estos conceptos valdría la pena hacer el ejercicio de preguntarnos como dirigentes o como ciudadanos:
·  ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos política?
· ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos cultura política?
· ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos política cultural?
·  ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos cultura?

    De alguna manera cada uno es protagonista en la comunidad de pertenencia. De alguna manera cabe responder a estas preguntas. La democracia -tal cual la pensaron en los albores de nuestra civilización los griegos- como forma de realización de la convivencialidad específica del ser humano, se merece, al igual que las dictaduras y los caudillismos.
   Finalmente, valga recordar al respecto aquella definición de Bernard Shaw que nos convoca a examinar nuestras responsabilidades de ciudadanos, a la vez que exalta el valor de la democracia:
La democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos.