lunes, 10 de octubre de 2011

Pautas básicas para el prediseño de políticas culturales


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  1. Es intención de estas líneas señalar algunas instancias conceptuales que permitan trazar pautas básicas para el diseño de propuestas políticas en materia cultural que sean acordes con un concepto no restringido de cultura y, a la vez, en consonancia con las necesidades reales de la ciudadanía, de la consolidación de su convivencialidad y de las expresiones –históricas, actuales y potenciales- en que la misma se substancia, se transmite, se comunica y se reproduce.
Quizás no sea ocioso recordar que, en última instancia, y desde una añeja metáfora agraria, una sociedad culta es una sociedad cultivada. En ella se han sembrado, a lo largo del tiempo, visiones, valores, normas, ritos, pautas de convivencia, tradiciones, historias, comportamientos, pactos tácitos y explícitos, expresiones espontáneas y elaboradas (artes de distintas índoles), que se tornan reales y visibles en la cotidianeidad, en esa única vida real que es la vida de todos los días (y que el pensamiento alemán llamó Lebenswelt, mundo de la vida). Es precisamente en ese mundo real de la cotidianeidad donde se tornan visibles los frutos comportamentales de los valores sembrados y cultivados.
Es, por tanto, precisamente ese mundo de la vida –el de todos los días, el de la cotidianeidad- la morada real de la cultura. En esa cotidianeidad se encarnan los valores que para una comunidad concreta –un pueblo, una ciudad, un partido, una nación- son significativos e irrenunciables, y también aquellos otros que, conforme a exigencias circunstanciales, pueden tornarse negociables, sustituibles o suprimibles.
Sólo a partir de un análisis de la cotidianeidad –de esa vida de todos los días- es posible detectar los valores reales (y los disvalores) que estructuran la convivencia y sus expresiones (usos, costumbres, tradiciones, educación, normas de urbanidad, festividades, ritos y niveles de reciprocidad, modalidades expresivas, productividad artesanal y estética (plástica, literatura, teatro, danza, música…), traslados, intercambios con otras comunidades…)... No es otra cosa la cultura que la estructuración dinámica y proactiva de la idiosincrasia de una comunidad en la cotidianeidad concreta, productiva y expresiva de un pueblo. (Es, a su vez, obvio que posibles y determinados disvalores culturales alojados en las entrañas de una comunidad constituyen fuerzas entrópicas que han de conducirla al caos.)  
En consecuencia es la investigación y el análisis de esa vida de todos los días lo que ha de ser metodológicamente previo y prioritario punto de partida en el diseño de una política cultural que se quiera real y efectiva. Obviar esta exigencia conducirá a recaer en esa ya trillada demagogia que, apelando al solapado reduccionismo propio de la cultura-espectáculo, termina siendo involutiva y entrópica respecto de la concreta cotidianeidad convivencial de la comunidad, además de tornar ineficiente en ella toda inversión posible del dinero público.
Si es la cultura la que define la idiosincrasia y el grado de desarrollo de una comunidad, no ha de ser ajeno a la política de Estado –nacional, provincial, municipal- el análisis de su situación concreta y el diseño de una estrategia de acciones culturales oportunas y acordes a sus oportunidades, fortalezas, amenazas y debilidades.  

2. Subyaciendo a esta propuesta el supuesto de que es esa vida de todos los días la tierra real en la que han de cultivarse –arraigarse y desarrollarse- valores y en la que también, entrópicamente, se da el arraigo de disvalores, se torna obvio que son los valores estratégicamente pertinentes a la formación, consolidación y desarrollo de la cultura comunitaria –política- los que han de ser activamente comunicados, promovidos y cuidados (cultivados).
De este modo la vida de todos los días se verá eficazmente asistida en su autorrealización como comunidad de valores encarnados en su convivencialidad y en la creatividad autoexpresiva propia del pensamiento, de las costumbres, de los ritos propios de la cotidianeidad convivencial, de las artes, del desarrollo tecnológico...

3. Cabe, metodológicamente, la pregunta acerca de qué es y qué significa en sus vidas, para el común de los habitantes de un pueblo, de una ciudad o de un país “la cultura”. Quizás sólo aquello que lleva el rótulo de “Cultura” a partir de las comunicaciones oficiales o de las noticias periodísticas, o, simplemente, del uso reduccionista, acrítico –no culto- del término.
Y, también, cabría esa otra pregunta sobre qué le confiere, en una sociedad determinada, a una persona el atributo de culta. Si es ello su erudición, su nivel de información, su capacitación intelectual, sus capacidades creativas, sus modales, su pertenencia a un determinado estrato socioeconómico, su situación laboral…
Obtener una respuesta a ambas podría proveer un punto de partida para el diseño de una estrategia de desarrollo cultural que cubra carencias y cultive y actualice potencialidades.  

4. Si, por una parte, la cultura no se agota en sus expresiones estéticas y eruditas, sino que expresa los valores realmente ejercidos en la convivencialidad de la vida de todos los días, y, por otra, si son esos valores los que estructuran su visión de la vida y el sentido a ella adscripto, es esperable la formación y consolidación de una comunidad ciudadana que, orgullosa de su idiosincrasia, lo será también de su dirigencia política.

Concluyendo. Estas líneas suponen una visión político-antropológica respecto de qué ha de entenderse por cultura, evitando caer en generalizaciones sobre supuestos no fundados o prejuicios inveterados. A su vez, la idea-madre que subyace a esta visión es la de que hacer cultura es construir comunidad desde la comunidad ciudadana concreta y estimular, articular y promover las expresiones productivas, convivenciales, éticas y estéticas de la experiencia comunitaria de la misma.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Pequeño Tratado de la Soberbia

Maxima Superbia, vel abjectio est maxima sui ignorantia.
Maxima Superbia, vel abjectio maximam animi impotentiam indicat.
Superbus parasitorum, seu adulatorum praesentiam amat,
generosorum autem odit.
BARUCH SPINOZA

Decía Baruch Spinoza que la soberbia más grande y abyecta implicaba el mayor desconocimiento de sí. Que tal soberbia delataba igual impotencia interior. Y que el soberbio amaba a los adulones y parásitos, y, en cambio, odiaba a los generosos.
La soberbia sería, así, una forma sutil y enmascarada de la necedad. Quizás la definición misma de ésta. Desconocimiento de sí, impotencia o falta de seguridad personal, complacencia con los obsecuentes que lo halagan, e intolerancia y rechazo respecto de  aquellos -los generosos- a quienes percibe como una peligrosa amenaza a su vanidad porque pueden brindarle algo a cambio de nada.  
También se estaría tentado de decir que la soberbia conlleva la culpa del desconocimiento de sí. Que es esta ignorancia culpable la que, en realidad, es necia. Y que es esta necedad el nombre verdadero de aquel pecado capital que los catecismos y los teólogos llamaron, precisamente, “soberbia”.
Muchas son las formas de la incontinencia. La gula, la lujuria, la codicia, la ira... Todas han sido condenadas. Por pecaminosas, en algunas épocas. O por ser de mal gusto, en otras.
Hay, sin embargo, una incontinencia raigal, oculta y ocultada, sutilmente disimulada, revestida, las más de las veces, de sublimes pensamientos y hasta de mesiánicas razones. Es ella la incontinencia del poder. No es considerada ni pecaminosa, ni de mal gusto. De ella se alimentan -desde milenios- todas las formas de religión institucionalizada, todas las formas de sumisión política, todas las formas de la obsecuencia, todas las formas individuales de paranoia mística, y casi toda aspiración de transcendencia.
Sin embargo, la incontinencia del poder, expresión raigal y demoníaca de la exaltación del yo adámico -seréis como dioses-, es quizás la forma transcendental e irredimible de la necedad.
Es precisamente en el rostro de la necedad en donde se revela la mortífera e incontenible descomposición de los incontinentes del poder. Descomposición casi biológica, neuronal, sináptica, que degrada la creaturalidad humana a niveles de ineptitudes, humanamente irreversibles, respecto de todo atisbo de ssensatez y sabiduría y de toda posibilidad de convivencia.
La necedad, desvinculación sináptica, es la expresión inicial y extrema de la soberbia, forma genérica de una categoría moral que alberga todas las particularidades, matices y dialectos de la incontinencia del poder. Y que Spinoza llamó “maxima abjectio”, abyección máxima.
 Una paradoja del soberbio -bajo las formas del autoritarismo o del despotismo- es la de no necesitar tu servicio, pero sí tu servidumbre. Tu servicio lo humilla, porque de alguna manera lo sujeta, lo muestra indigente. Tu servidumbre, en cambio, lo enaltece. Esto cree. Pero, en ambos casos, y sin saberlo, es tu esclavo.
La ignorancia cultivada supone el empeño de no someterse el hombre a la búsqueda de la verdad de sí, vale decir, de preservar una autonomía absoluta que nunca lo supedite, en su imisma nterioridad, a heteronomía alguna sospechable. Es esta ignorancia cuidadosamente cultivada la sutil materia con que muchos hombres hacen de sí un ídolo, un simulacro de divinidad, y con la que instauran regímenes de sometimiento ideológico, religioso, económico o político.
 Esta ignorancia cultivada es necedad, soberbia, incontinencia del poder. La equivalencia de los términos remite al sustrato que a todos ellos emparenta: el necio olvido de la creaturalidad absoluta e infinita que yace en el interior de cada hombre. Ese olvido culpable de que si hay poder alguno en el hombre, es él el de su creaturalidad. Que es el de su límites. Que es el que le permite amar. Que es el que ha de enriquecerlo desde su unión con sus semejantes en el compartir lo diferente. Que es el que habrá de abrirlo a la generosidad de su prójimo y cerrarlo a la falsedad de toda obsecuencia y adulación.
   Quizás valga recordar el mensaje de Baruch Spinoza en una época que, como la nuestra, expresa, en el ejercio inescrupuloso e ilimitado de su poder bélico, económico y político, la necia y radical impotencia que la carcome: la de hacer posible sobre el planeta la vida entre los hombres.

martes, 1 de febrero de 2011

De qué hablamos cuando hablamos de...

 Rembrandt - Aristóteles mirando busto de Sócrates
I. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE POLÍTICA

Política, un término remanido, usado y abusado hasta el hartazgo. Y, sin embargo, un término de cuna noble. Sócrates, Platón y Aristóteles lo fueron pergeñando para dar cuenta de la comunión raigal que ha de darse entre los humanos para que a ellos les sea posible la vida. Y esto lo cimentaron en ese insight –en ese caer en la cuenta- de que es inherente a toda vida –a toda zoé- la comunión, la comunidad, a la que ellos expresaron mediante el término koinonía. Así no hay vida –ningún tipo de vida, vegetal, animal o humana- a la que no le sea inherente la vida en comunión (manada, enjambre, rebaño, bosque, etc.) A su vez, en su búsqueda de aquello que hiciera de la vida humana una vida específica y propia respecto de los restantes vivientes, señalaron -dándole el nombre de bios- a la dimensión contemplativa, intelectual, racional y poiética del viviente humano, y, como psique, al asiento interior de las realizaciones de los valores que, generando comunidad –koinonía, polis- desde la práctica de las virtudes, conduce a la eudaimonía, al buen espíritu que nosotros, luego, desde el paradigma latino, habríamos de llamar felicidad, remitiendo este concepto a la abundancia del fructificar (rama felix, rama cargada de frutos).
 Resumiendo esta concepción: el hombre es un ser viviente que se realiza como tal en ese buen espíritueudaimonía en el decir de los griegos y felicitas en el de los latinos- que se logra cuando se vive en comunidad desarrollando en ella las instancias del saber y del hábito –exis- de convivir en comunión (koinonía), o sea, en la realización de la esencialidad misma que define a todo viviente. Vale decir, que se realiza el hombre como viviente en la vivencia comunitaria –específica y propia- de su específica y propia humanidad  Fuera de esta instancia de comunidad convivencial no hay posibilidad alguna de eudaimonía –que quiere decir buen espíritu y que hemos venido traduciendo como felicidad.
 Así de clara y luminosa fue la visión griega de la política. Visión de un pueblo amante de la luz y de la armonía y, también, de la estética y de la paradójica racionalidad de los números irracionales como la pitagórica y secreta raíz cuadrada de 2 y el número de oro arquitecturando el Partenón.
 Sobre estos conceptos –muy rápida y esquemáticamente señalados aquí- se fue intentando, a través de la historia política de Occidente, y no sin dolorosas e incluso sangrientas contradicciones, la construcción de sociedades en las que tuviera sentido y valor la búsqueda del ideal griego de lograr la plenitud de la vida humana en la plenitud de la comunión ciudadana.
 En su sentido raigal el objeto de la política es la consecución de esa comunión -koinonía- específica del viviente humano, comunión que es esencia de toda ciudadanía real. En las antípodas de esta visión se sitúa todo clientelismo, toda mutua relación de amo y esclavo por la cual el amo es súbdito del cliente y, éste, del amo. El clientelismo es, desde la visión política expuesta, desnaturalización de la virtualidad de generar comunidad específicamente humana. En rigor, lo que toda relación clientelar niega es, precisamente, y en última instancia, la esencial índole convivencial del viviente humano en cuanto tal. Desde la fundante perspectiva aristotélica, tanto la exclusión social como el clientelismo es una suerte de degradación o menoscabo vital del hombre como viviente humano. No obstante, sabemos, desde nuestra experiencia histórica formalmente ciudadana, más de clientelismo que de vigencia de la política como realización de indiscriminante comunión humana o, si se quiere, de mutua pertenencia comunitaria –vale decir, de ciudadanía en su sentido más raigal y pleno.
 Concluyendo, cuando se habla de política hemos de tener la sensatez de discriminar de qué se habla. Si de la sacralidad a ella inherente, propia de la convivencialidad específica y propia del viviente humano, o de su profanación por parte de instrumentaciones ideológicas o clientelares que menoscaban la dignidad ciudadana reduciéndola a mercancía electoral.   

II. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE CULTURA

 Cultura es el sustantivo objeto de este Congreso titulado Primer Congreso Ciudadano de Cultura. Creo que en esta instancia inaugural es bueno detenernos en la cuestión acerca de qué hemos de entender por dicho término. Muchas han sido las definiciones propuestas desde ángulos tan diversos como lo son, por ejemplo, los propios de la filosofía, de la antropología, de la historia o de la sociología en las diversas orientaciones que a través de sus biografías y escuelas las mismas han asumido. No es pretensión de esta ponencia pontificar sobre qué acepción ha de regir el término cultura como especificante de la índole misma de este congreso. Pero sí proponer una delimitación conceptual del término de modo que podamos evitar ambigüedades y malentendidos, por lo menos en lo que a esta exposición concierne.
 Comencemos por lo obvio. Cultura se refiere, en su acepción propia y desde su raigambre latina, a la actividad de cultivar. Cultura es cultivo. El término latino correspondiente a su infinitivo –colere- tiene también el significado de rendir culto. Una dimensión agraria y una dimensión religiosa configuran su aplicación metafórica. Ambas tienen que ver con la vida. Toda cultura es cultivo de vida y toda vida es sacra. Esto nos dice su raigambre etimológica.
 Las tantas definiciones que de cultura se han dado testifican la riqueza de las connotaciones en ella alojadas y la atención que cada una de éstas ha merecido por parte de quienes, a través de la historia, las han tratado. De todas ellas quizás la más acorde sea la que preserva la metáfora del cultivo humano de la vida asimilándose la fertilidad de la vida humana a la fertilidad misma de la tierra. Vida en esa plenitud ya considerada por Aristóteles, es decir, la del pensar, del valorar y del hacer, e implicada  en el paradigma epistémico de antropólogos como Ruth Benedict. Es decir, la cultura entendida como visión de la vida estructurada por valores que se encarnan en la cotidianeidad, o, si se quiere -recordando términos ya clásicos de la filosofía- como una Weltanschauung cuyos valores configuran al Lebenswelt, es decir, como una visión del mundo cuyos valores se encarnan en el hacer de la cotidianeidad, en el mundo de la vida que no es otro que el de la vida real, concreta, cotidiana; ese mundo de todos los días, vivido y convivido, textura misma de nuestro concreto, histórico, particularizado, cotidiano –e incluso rutinario- acontecer en el mundo. Es desde el hacer concreto de lo que se hace en la única vida que poseemos -que es esa (esta) vida de todos los días- donde los valores se encarnan, y revelan, así, la jerarquía que invisten, en la mente de cada quien y de cada comunidad que los “cada-quienes” integran y cuya cultura –modo de pensar, sentir y hacer- configuran.
 Es en ese mundo concreto de la vida -que es el de la cotidianeidad- en el que se gestan las experiencias, las penas y los gozos, las pérdidas y los logros, la solidaridad y la comprensión, la amistad y la soledad, la participación y el aislamiento, el dominio y la esclavitud, todas las manifestaciones de la vida y todos los sinsabores de las pérdidas, el gozo del éxtasis y el dolor de lo que no tiene nombre…
 Es de ese mundo concreto de la cotidianeidad de donde el arte abreva sus metáforas; el filósofo y el poeta sus iluminaciones; el amante lo indecible de su querer; el amo su ficción de poder; el esclavo su experiencia de sujeción; el indigente la carencia del pan; el solitario la intemperie que lo habita… Es en la cotidianeidad –y sólo en la cotidianeidad que es la “vida de todos los días”, donde los valores se tornan consistentes dando sentido al sentido, y los disvalores muestran su desnuda e irremediable vacuidad.
 De esto hablamos cuando hablamos de cultura.

III. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE CULTURA POLÍTICA
  
Cultura política es, para decirlo en términos breves y claros -y conforme a lo antes expresado- cultivo de la koinonía humana, cultivo de la comunión constitutiva y constituyente de la vida humana en cuanto vida específicamente tal. Cultura que es cultivo de la polis, de la ciudad, de la comunidad convivencial encarnada en instituciones a la que todo conjunto humano desde su especificdad de viviente humano está llamado a integrar y ser. Cultura que, en cuanto tal, es incluyente de un proyecto de comunidad pensada conforme a valores compartidos y encarnados en ese único ámbito de lo real que es –ni más ni menos- que la cotidianeidad, que la vida de todos los días, que el mundo del vivir, el mundo real y concreto de la vida (el Lebenswelt).
 Como toda cultura, la cultura política implica una visión de la vida, un sistema de valores referentes a ella y la vivencia de éstos en la cotidianeidad. Es decir, cultura política implica –asumida en sentido propio- una concepción de la vida comunitariamente compartida, la estructura de valores que ha de regirla y los comportamientos concretos que en la cotidianeidad han de realizarlos.
 Cultura política es cultivo de la comunidad de pertenencia, no sólo conocimiento de su historia, de sus protagonistas, o de su pensamiento político hegemónico o marginal, o de la ideología implicada en el comportamiento político de una sociedad o de sus dirigentes.
 Cultura política es vida ejercida, ideas encarnadas en acciones que condicionan y configuran la cotidianeidad –la vida de todos los días- vivenciada por la ciudadanía y por aquellos a quienes ésta eligió y a quienes ésta les concedió la carga y el honor de conducirla.
 Cultura política es también, pero no sólo, conocimiento, erudición o información. Cultura política es, en sentido propio desde la metáfora que la constituye como significante, cultivar comunidad. Cultivar que es trabajar. Trabajar que es compartir. Trabajar en generar, desarrollar, fructificar, reproducir y mejorar, generación tras generación, convivencialidad humana e historia digna de ser vivida.
 ¿Qué es entonces un político? Un cultivador de ciudadanía. ¿Qué es entonces la cultura política? El trabajo de cultivar ciudadanos en quienes se verifique, se torne real, la convivencialidad específica que los constituye en vivientes: es decir su real humanidad desde lo único que la configura tal: la convivencialidad conforme al mutuo reconocimiento del valor único e insustituible de cada quién respecto de sí, de su prójimo y de la comunidad que integra.
 Cultura política no es erudición, sino ese real saber hacer que es el de cultivar la convivencialidad. Convivencialidad que sólo es posible en la cotidianeidad, en la vida de todos los días. En esa vida que se desarrolla en la casa de cada quien, en su barrio, en su colegio, en su supermercado, en el colectivo al que cada mañana se sube, en el trabajo al que cada día se llega…Quien carezca de ella puede acreditarse los nombres que quiera y adscribirse los títulos que desee. Pero nunca el de ser un político o un ciudadano.
 La negación del ejercicio, de la vigencia, de la cultura política como cultivo de ciudadanía es lisa y llanamente ausencia de cultura política. Denominar “cultura política” a regímenes dictatoriales o clientelares es impropio. El cultivo de dictaduras o de regímenes clientelares es, en rigor, cultivo no generador de vida, no generador de comunidad. Procrea regímenes portadores del no sentido, del no vale la pena, del para qué, del escepticismo, de la dejadez… Regímenes no portadores de vida, sino de ese abandono que encubre tanta muerte cívica en la desesperanza de poder integrar una comunidad soñada como humana…
 Es claro, entonces, que cultura política implica una irrenunciable concepción de lo humano basada en la primacía de la comunidad de pertenencia como ámbito de realización de la propia individuación como persona y ciudadano en ella.
 A su vez, no hay cultura política allí donde la esencial convivencialidad que define como humano al viviente humano es desnaturalizada a partir de la manipulación instrumental del ciudadano

IV. DE QUÉ HABLAMOS
CUANDO HABLAMOS DE POLÍTICA CULTURAL
 
Cuando hablamos de política cultural hablamos del diseño y generación de las pautas y hechos que, emergentes de la cultura política de una comunidad, se orientan a la consolidación y concreción de los valores que, libremente asumidos, fundamentan la idiosincrasia y el destino de una comunidad ciudadana dada.
 Consecuente con esto no cabría una política cultural divorciada de la real cultura política de una comunidad y del poder político que la rige. Es la cultura política real y vigente la que marca y delimita el ámbito de posibilidad objetiva de toda política cultural. Vale decir, que es la cultura política -esa concepción de la convivencia, esos valores que la estructuran y esa praxis cotidiana que en la convivencia los encarna- la que generara a la política cultural. Toda política cultural que no se corresponda con la real cultura política de una comunidad no puede no ser ficticia y, en consecuencia, finalmente inoperante y, por esto mismo, nociva.

 V. A MANERA DE CONCLUSIONES
 
A la luz de estos conceptos valdría la pena hacer el ejercicio de preguntarnos como dirigentes o como ciudadanos:
·  ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos política?
· ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos cultura política?
· ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos política cultural?
·  ¿Qué decimos que hacemos en concreto cuando decimos que hacemos cultura?

    De alguna manera cada uno es protagonista en la comunidad de pertenencia. De alguna manera cabe responder a estas preguntas. La democracia -tal cual la pensaron en los albores de nuestra civilización los griegos- como forma de realización de la convivencialidad específica del ser humano, se merece, al igual que las dictaduras y los caudillismos.
   Finalmente, valga recordar al respecto aquella definición de Bernard Shaw que nos convoca a examinar nuestras responsabilidades de ciudadanos, a la vez que exalta el valor de la democracia:
La democracia es el proceso que garantiza que no seamos gobernados mejor de lo que nos merecemos.

jueves, 5 de agosto de 2010

No vivir en la opresión.

...el fin del pueblo es más honrado que el de los grandes,
queriendo éstos oprimir y aquel no ser oprimido.
NICOLÁS MAQUIAVELO, El Príncipe, IX,3,52.
El pueblo sólo le pide al príncipe no ser oprimido.
Idem, ibid. IX,5,53.


   No vivir en la opresión. A esto aspira el pueblo. Sólo esto le pide a su príncipe.
   El objeto de su deseo, aquello por lo que lucha, el fin que persigue no es el poder de dominio, sino tan sólo un modo de vida. Un modo de vida no encadenada a la sujeción. Es decir, libre.
   Libertad en cuanto no sujeción, no sólo al dominio exterior extranjero, sino particularmente al interior, al de esa minoría constituida por los grandes; gente del mismo pueblo, que, sin embargo, no persigue el logro del mismo deseo...
   Un deseo es más honrado que otro. Lo es el del pueblo. Porque es más honrado impedir ser dominado que dominar. ¿La razón? Maquiavelo no la da. Quizás no haya más razón que el mero hecho de que los hombres honren más la defensa de la propia autarquía que el ataque a la ajena; más la preservación de la propia libertad que el sometimiento de los otros. Para el Príncipe esto habría de ser suficiente; el hecho a tener en cuenta sería ése: que es mayor la honorabilidad del deseo del pueblo que el del dominio perseguido por los grandes.
   Permanecer libre es más honorable que dominar. Este deseo es más honorable que su contrario. Y, si los deseos honran, a su vez, a los que los tienen, se podría inferir que es mayor la honorabilidad del pueblo que la de sus magnates.
   No ser oprimido es un deseo más fácil de circunscribir que el de dominar. Se llega a un punto en el que la opresión deja de experimentarse y de ser. El objeto del deseo ha sido logrado y, la satisfacción, disfrutada. Pero no pareciera que un punto tal se diera en el caso del deseo de dominio. Mientras el primero parece poder ser contenido en la razonabilidad de sus límites, el segundo se muestra incapaz de contención; contención en el deseo de no ser oprimido, e incontinencia en el de opresión. (No hay incontinencia alguna que goce de algún aprecio entre los hombres; en realidad, no hay incontinencias honorables; todas ellas son indefectiblemente penosas.)
   Quizás pudiera resumirse esto diciendo que es propio de señores no vivir oprimidos, y propio de los señores vivir oprimiendo. Que hay más señorío en el pueblo que en los notables. Más grandeza en la autarquía que en la dominación. Menos carencia en la primera que en la segunda...
   (Quizás sea este concepto, el de señorío, el que corresponda a esa honorabilidad a la que apela Maquiavelo para diferenciar las calidades de los referidos deseos).
   Pareciera subyacer a su pensamiento una profunda ética de la libertad, estrechamente ligada a una ética de la gloria…

sábado, 3 de julio de 2010

Las cosas del poder


… una regla general que nunca o raramente falla: 
que quien se acusa de que otro se vuelva poderoso 
obra su propia ruina; 
porque con su propia industria y con su fuerza 
ha causado aquel poderío, 
y uno y otro de estos dos medios resultan sospechosos  a aquel que se ha vuelto poderoso.
Maquiavelo, El Príncipe, III, 14, 25.


Poner la propia energía y el propio ingenio para que otro se torne poderoso (en rigor, poner la propia virtú al servicio de la fortuna para que alguien adquiera dominio) equivale a generar la propia ruina. Construir un poder que no sea el propio es simplemente destruirse. No arruinarse supone una primera norma: no contribuir al poder de nadie. Esto pensaba Maquiavelo.

Y la razón de ello se funda en que las causas del poder generado no están en el beneficiado, sino en el benefactor. Si la energía y el ingenio de éste pudieron construir ese poder, también podrán destruirlo. Las que ayer fueron causas hoy son amenazas. A su vez, el poder exige incondicionalidad; no soporta condicionamiento alguno y mucho menos proveniente de su origen. Finalmente, el poderoso no envidia las aptitudes del benefactor, sino que las teme.

Pareciera que la debilidad del poderoso no fuera precisamente la envidia, sino el temor. Y que éste fuera más apto que ella para desencadenar comportamientos destructivos. Pareciera, también, que el exterminio del benefactor tuviera en el temor del poderoso su posibilidad objetiva. Y que si una multitud, un pueblo, una comunidad hubieran sido los que hubieran posibilitado ese poder, sobre ellos habría de cernirse, de una manera u otra, la amenaza última -abierta o latente- del exterminio. Es ésta, quizás, la génesis primigenia de la razón de Estado, y quizás sea ese temor inconmensurable a la muerte el miasma primordial del que surgen todos los exterminios.

El que contribuye al poder de otro contribuye a crear para sí un estado de amenaza permanente. Es la respuesta -retributiva y equitativa- que el beneficiado da a la amenaza que intuye ser, para el poder recibido, la energía y el ingenio del benefactor.

Es inherente a toda donación de poder -cualquiera sea la forma en que ella se verifique- su conversión en amenaza para el que la haya hecho.

Esta ley de inherencia, equidad y simetría de las amenazas, pareciera gozar del favor de los hechos, según la opinión del Secretario florentino. E, igualmente, parecería esto verificarse en conformidad con aquello de la sabiduría popular respecto de la recompensa prometida a los criadores de cuervos...

La pregunta que necesariamente se impone es la que concierne al sentido mismo del contribuir a la génesis del poder, si es verdad que todo poder es amenaza virtual de exterminio desde el hecho y el momento mismo de haber sido engendrado. Si es verdad que, en última instancia, engendrar poder es la forma arquetípica de la génesis de todo parricidio...

La otra pregunta -la que subyace a la anterior- cuestiona sobre el sentido o el absurdo de todo poder y de toda sujeción... y de toda filosofía o paradigma de pensamiento que caiga en el olvido del mandato de no llamar a nadie maestro y a nadie señor. Esa pregunta no ignora que nada de esto tiene que ver con la anarquía o la ingobernabilidad de los hombres. Y, sí, sabe que esto tiene todo que ver con una visión de lo humano en la que el mutuo servicio entre los hombres, y no la mutua servidumbre de amos y esclavos, tiene la primacía. Y en la que el amor a todo viviente se yergue por sobre el nefasto temor de la muerte. En una palabra, el servicio a la vida por sobre los exterminios (... si es posible vomitar el trozo de manzana que todos alguna vez hemos mordido con la necia esperanza de ser, como Dios, omnipotentes).


lunes, 24 de mayo de 2010

Ese derecho a transgredir

    Lo cotidiano se oculta. Lo que se celebra o condena emerge de la cotidianeidad, recibe un nombre y se torna manifiesto. Lo cotidiano, en cambio, pertenece a las cosas que, enfrentadas a nuestros ojos, escapan a nuestra mirada. No hay mejor escondite que él, ni nada mejor para encarnar el disimulo. El vestido festivo no puede ocultarse ni ocultarnos. El de todos los días -y más el de la intimidad- nos cubre sin que se note, nos hace hombres y mujeres de entrecasa, nos disimula, nos banaliza, nos oculta. En fin, no vemos lo cotidiano. Para verlo debemos rescatarlo, darle un nombre y espejarlo en la reflexión.

   Entre tantas cosas con que hoy se atiborra nuestra vida diaria, hay una que se va tornando más desenfadada, más de entrecasa y menos notable. En el intento de rescatarla, podríamos llamarla democratización creciente del derecho a transgredir. Un proceso curioso, quizás inédito, que pareciera extenderse entre nosotros.

   El poder último de transgredir -de pasar los límites-, incluso mediante la violencia más despiadada y la violación de la moral y del derecho, es propio de la Razón de Estado. Y lo es por la vital necesidad de eliminar la anarquía de los que viven bajo su mandato. Sólo ella tiene la legitimidad de la trasgresión. Desde su legítima violencia, tiene el poder de eliminar la violencia de los súbditos cuanto éstos, mediante la propia, intentan dirimir sus controversias. Sus límites no están en los medios sino en sus fines. Por último, no es participable, no es "democratizable", y, si en alguna medida lo fuere, habría de sucumbir el Estado e instaurarse la anarquía.

   El pragmatista Richard Rorty aconsejaba que la reflexión habría de servirnos para combatir la injusticia en la vida cotidiana. Si seguimos su consejo, hemos de volver a lo de todos los días. Mirar lo que allí está, con esa misma inmediatez con la que miramos los árboles, sin necesidad de testigos que certifiquen su existencia. Veremos lo que vemos, aquello con lo que diaria y reiteradamente chocamos: la incontrovertible presencia de transgresiones que asfixian nuestra vida de ciudadanos y que no son sino violencias que restringen o anulan la posibilidad de vivir y trabajar en dignidad. Esa presencia -más allá de la consuetudinaria y atávica trasgresión de la debilidad humana en las pequeñas transacciones diarias- es la del multiforme rostro de la corrupción concentrada y centralizada en grupúsculos de extendida y variada influencia. La corrupción del Estado -la del cohecho, la del nepotismo, la del clientelismo, la del peculado por distracción- comienza a imbricarse con la de grupos políticamente privilegiados de gobernados que entrelazan, en una misma rapiña, los bienes comunes del Estado con los bienes particulares de sus conciudadanos. Una intermediación día a día más numerosa por la cual no es posible comprar o vender servicios o productos sin tributar "adornos", desarrollándose así una estética de la depredación, plasmadora de fortunas impunes y suculentas, y empobrecedora de argentinos que aún no han renunciado a ser productivos y dignos. No son necesarios ni ejemplos ni pruebas. (Ahí están los hechos, con sus números y tarifas. Pedir pruebas sería hoy, antes que una exigencia de justicia, una profesión de cinismo.)

   Este proceso es una suerte de "privatización" de la Razón de Estado, un desplazamiento hacia lo que podría llamarse "la Razón Individual" en orden a una creciente apropiación y democratización de la trasgresión. Conlleva el peligro de la ruptura individual de todo límite y el consiguiente vaciamiento del Estado. Es tributario de la impunidad, desde una lógica que férreamente deduce, de la impunidad de la trasgresión, el derecho de los hechos y, de éstos, la eliminación de todo límite a la apetencia individual. Una lógica que, finalmente, habrá de conducir a una progresiva licuación del Estado desde una creciente servidumbre del mismo.

   Quizás sea imprescindible dejar, por un momento, de distraernos con el mañana y atender al ocultamiento de lo cotidiano y a la corrupción que crece a su sombra.

                                                                                                                        Buenos Aires. 1992.

domingo, 23 de mayo de 2010

El riesgo del cambio. Sabiduría y actualidad de Maquiavelo.


…no hay cosa más difícil de tratar, ni más dudosa de conseguir, ni más peligrosa de manejar que convertirse en jefe para introducir nuevos estatutos, pues el introductor tiene por enemigos a todos los que sacaron provecho de los antiguos estatutos, y tiene tibios defensores en todos los que se aprovecharán de las nuevas disposiciones. Semejante tibieza nace, en parte, del miedo a los adversarios, que sacaron partido de las antiguas leyes, y, en parte, de la incredulidad de los hombres, que no creen realmente en las cosas nuevas, si no se ha hecho de ellas una sólida experiencia. De ahí resulta que siempre que los que son enemigos tienen ocasión de atacar lo hacen por espíritu de partido, mientras que los otros se defienden tibiamente, de modo que peligra el príncipe con ellos.
El Principe, VI, 5, 34.


    Querer innovar y liderar la introducción de lo nuevo es de difícil propuesta, peligroso de llevar adelante y, finalmente, de logro incierto. Se requiere, sin duda, valor. No se trata tan sólo de suerte.

    La innovación consiste en introducir nuevas leyes y normas en las que se pueda asentar el nuevo Estado y su seguridad. Cambios de esta índole significan rupturas de procesos distributivos de beneficios y de acuerdos de intereses, pérdidas de privilegios y de posiciones supuestamente inamovibles. Los afectados no permanecen pasivos. Luchan y acérrimamente. No es interés de ellos ese interés -innovador y fundante de un nuevo Estado- que anima al Príncipe. De esto tienen certeza como la tienen respecto de que toda pasividad acelera la consolidación de lo que lúcidamente perciben como inminente e indefectible despojo. Se transforman en enemigos del Príncipe porque beneficios e intereses no son negociables si el nuevo orden implica en realidad un nuevo Estado. Y este es el caso. No se transformarían en enemigos del Príncipe, si la innovación que éste les propone fuera tan sólo formal o epidérmica. Pero la certeza de no ser ella así los torna implacables.

    Cambios de esta índole suponen también nuevos beneficiados. Éstos habrán de valorar las ventajas del nuevo orden una vez que éste se halle instaurado, y no durante el proceso que lo lleve a cabo. Esto exige ser creído, pero en materia de beneficios es ingenua esta exigencia antes de que las palabras se concreten en hechos. Resulta, entonces, esperable que la actitud que habrán de asumir frente a la introducción de la innovación sea la de no compromiso. Ni respecto de los que resultarían perjudicados, si el proceso de cambio llegara a consumarse. Ni respecto de los promotores del nuevo orden, que, a su vez, podrían fracasar en su intento, si los primeros se les impusieran. No comprometerse con nadie. Ni con el nuevo príncipe, ni con los antiguos poderosos. Siempre es dudosa la credibilidad del primero, y temible malquistarse con los segundos...

    La innovación implicará, inevitablemente, el duro protagonismo del innovador, el implacable antagonismo del perjudicado y la escéptica tibieza de ese tercero que, paradójicamente, habrá de resultar de todos modos beneficiado, sea por la victoria del protagonista, sea por la de su enemigo. La primera le acarreará, sin duda, los beneficios prometidos. La segunda, la certeza de no resultar más perjudicado por el retorno del viejo orden.

    Falta, sin embargo, situarse en el Estado invadido. Desde allí es claro que no todo el que se opone al nuevo orden habrá de estar necesariamente al servicio de sus intereses personales. Es posible que muchos también deseen y busquen ennoblecer y hacer próspera a su patria, y, así, rechacen con todas sus fuerzas al príncipe invasor que ha de quitarles nobleza y prosperidad, por más interesantes y promisorias que resulten las innovaciones propuestas...

domingo, 28 de febrero de 2010

El hábito de la esclavitud

máxime cuando no están acostumbrados a vivir libres…
manteniendo las mismas condiciones y no alterando las costumbres,
los hombres vivirán tranquilamente… no debe cambiar
(el nuevo príncipe) ni las leyes ni los intereses particulares
NICOLÁS MAQUIAVELO, El Príncipe, III,3,16-17.

    Hay quienes no están habituados a vivir en libertad.. Esto no forma parte de sus costumbres. El hábito que los inhabilita para ello es el haber aceptado su esclavitud. Han hecho de él su virtud. Gracias a él logran sobrevivir. Y en esto son, paradójicamente, ciudadanos virtuosos.

    En ellos el hábito de ser esclavos está estrechamente ligado a su sobrevivencia. Todo hábito, de alguna manera, es un oficio. Y el que el esclavo ejerce de sol a sol es el de escamotearle mendrugos de vida a la muerte. Así transcurren sus días y sus noches. Esto se le torna natural. Toda esclavitud es -en un triste y malentendido juego contra la muerte– una suerte de trueque, cotidiano y prolongado, de libertad por supervivencia. Supone el doble error de creer que la libertad es una pieza canjeable en el juego de la vida. y que lo es impunemente. Que sea la vida la que pierda es inevitable. Pero la costumbre, artesana que todo lo lima y empareja, fragúa el consuelo de una nueva ilusión. Y la esclavitud besará las manos del amo por el festín concedido de su supervivencia.

    Vegeta una felicidad melancólica en el alma de todo esclavo: la de sentirse seguro de sobrevivir, a pesar de la certeza inevitable de su vacuidad. Por ella es capaz de dar su vida, aunque diga ofrendarla por su amo. (Una suerte de orgullo yace en él, quizás porque orgullo y esclavitud son frutos de una misma indigencia). Todo esto es, por cierto, necedad. Y no se conoce necedad que no sea hija de alguna esclavitud.

    La paradoja de la esclavitud es la de la libertad de ser esclavo. Nadie puede arrogarse la necia prerrogativa de nacer tal. Se nace libre, no esclavo, para hacerse -libremente, en última instancia- libre o esclavo.

    No cambiar las leyes, no cambiar las reglas, no cambiar las condiciones ni los intereses particulares, no cambiar las costumbres. En esto radica, las más de las veces, el poder del amo. Y, sin duda, siempre desde esa falsa cortesía que tiene como objeto la tranquilidad del esclavo. Quizás el secreto de todo poder sea el ocultamiento de la propia debilidad en el tributo de honra que el esclavo le requiere bajo la forma de la tranquilidad. Hacer que nada se modifique, que la costumbre de la esclavitud tenga por compañera la costumbre de nada cambiar. Para que la esclavitud sea rancia y se pondere de ella, como su blasón, su inconmovible estabilidad frente a la encarcelada libertad. Trueques de monedas falsas, como necesariamente falsa es la relación entre amo y esclavo, poder y sujeción.

    Agustín de Hipona había definido la paz como la tranquilidad que surge del orden, tranquilitas ordinis. Es curiosa esta definición que atravesó los siglos y cuya validez cultural todavía hoy perdura. Esta tranquilidad del orden no puede eliminar de la mente del hombre contemporáneo la sospecha de sutiles y nuevas esclavitudes. Ni tampoco el pensamiento de que toda negación del orden ha de ser necesariamente rebelión para el amo. Y más: que toda negación del orden justifique la represión o la guerra...

ooooo

(Una acotación final. Quitarse el hábito, el costume -el traje, la ropa- de la esclavitud es asumir el riesgo de mostrar la propia desnudez, la oculta y ocultada impotencia creativa de vida, y es, también, enfrentar el peligro de una muerte causada por la intemperie y la desprotección. Es quizás este temor a la desprotección el mayor y más sutil enemigo de la libertad y el aliado más eficaz de la esclavitud... Finalmente, inducir a la sujeción, condicionar la costumbre, hacer palanca sobre los temores son, entre muchas, formas eficaces de transformar a hombres nacidos libres en esclavos. Sólo pueden ser agentes de esta inicua transformación aquellos que, nacidos libres, optaron por la esclavitud de ser amos).

jueves, 28 de enero de 2010

Neoliberalismo y enajenación ciudadana

... el ciudadano se hace haciendo su ciudad; no es objeto de pertenencia de la cosa–ciudad, sino que pertenece a un sistema de acciones de la que él mismo es fuente. (...) hacer la ciudad es la manera de su hacerse ciudadano, vale decir –en moderno– libre, igual y solidario. “Hacerse haciendo” apunta pues a que la propia identidad política (“ser ciudadano”) es resultado no tanto de lo que tenemos (...) cuanto de lo que hacemos: del ejercicio que es nuestra participación en aquello que hacemos, la ciudad.
CARLOS THIEBAUT

...aprendí que la ruta de la democracia está tan distante 
de la de la revolución como lo está de las dictaduras.
ALAIN TOURAINE

     Ser ciudadano o no serlo. Esta es hoy la cuestión. No ya la de “hacer la ciudad”, sino la de la posibilidad misma de hacerla bajo el sordo imperio de la progresiva exclusión y marginación que genera esa utopía (en vías de realización) de una explotación sin límites que Pierre Bourdieu crudamente define como neoliberalismo. Frente a esta realidad de idolatría darwinista del mercado, el espacio público ha dejado de ser el espacio de la construcción ciudadana, no quedando ya lugar ni para una axiología, ni para una ética política centrada en la primacía de la convivencia humana respecto de la instrumentalidad de lo económico. Por el contrario, el hombre, masivamente considerado, ha sido transformado en mero instrumento productor de riqueza y consumidor de mercancías en beneficio de quienes –más ricos en medios económicos, financieros y tecnológicos– exhiben la fuerza de apropiarse (sea cual fuere el grado de despojo implicado) de los beneficios de la productividad global y del derecho de excluir y marginar a quienes consideran débiles o minusválidos en la lucha competitiva. Y todo esto acontece sobre la base de la privatización, por parte de pocos, del espacio público en el que la ciudadanía –sin exclusiones– puede construir “su” ciudad, “su” Estado, “su” Gobierno y, en ello, a sí misma.

     La cuestión de la ciudadanía es de vieja data. Aristóteles la consideraba como expresión misma de la autodeterminación del destino de la “ciudad” –la comunidad– frente a todo déspota o tirano. La tradición cristiana, desde su afirmación rotunda –si bien históricamente no encarnada en su práctica por la autoadscripción de poder temporal a partir de una teología prevalente e ideológicamente operante- de la dignidad sacral del hombre por haber sido creado imagen de Dios en su Unidad de naturaleza y en su Trinidad de Personas, ponía esta su sacralidad individual y social como valor supremo al que los restantes valores y medios debían subordinarse. La Revolución Francesa recuperó esa antigua tradición del pensamiento político occidental que postulaba que el poder ciudadano –el poder ascendente, no mediatizado por institución alguna- era el fundante de la república y de la legitimidad de su administración. El pensamiento posterior cifró en el poder constituyente de la ciudadanía la realidad y legitimidad del Estado, la índole misma de los regímenes de gobierno y la inviolabilidad de los derechos constitucionales.

     Cada uno de estos hechos –por no abundar sobre algo históricamente bien conocido– se refería a realidades contrapuestas a la posibilidad misma de ejercer la autodeterminación ciudadana respecto del destino de la comunidad y del bien de todos sus integrantes (bien común a todos ellos). Es Aristóteles el que introduce, en las primeras páginas de su Política, la tipificación del despotismo como forma de gobierno inconcebible para los griegos y propia de los pueblos bárbaros, precisamente porque en éstos sus habitantes eran, en razón de su comportamiento, esclavos del déspota, súbditos depotenciados de todo poder de autodeterminación comunitariamente acordada. La característica de estos súbditos, dice Aristóteles, es la aceptación natural del servilismo como modo de vida. Así a todo déspota le corresponden siervos. Y a toda cultura de despotismo por parte del gobernante, una cultura de natural y dispuesta servidumbre por parte del pueblo convertido en gleba. La libertad de los griegos se asentaba, en cambio, en la convicción de que el poder debía ser compartido y, a la vez, en el rechazo de toda servidumbre y de su correlato despótico.

     Aristóteles diferencia despotismo de tiranía. El tirano se atribuye ilegítimamente un poder legítimamente originado. El tirano puede ser destituido por la ley o por la fuerza, porque el poder del que goza no le es propio. El pueblo no es esclavo, sino ciudadano y actor de su destino comunitario. El déspota asienta su poder también en el pueblo, pero no ya en su libertad ciudadana, sino en su servidumbre. El siervo no cuestiona el poder del déspota, porque acepta como connatural su propia esclavitud y esto define su barbarie. El ciudadano, en cambio, cuestiona el poder del tirano, porque acepta como natural y propio su poder coparticipado de autodeterminación, y esto define su civilidad. El despotismo es estructural, la tiranía es circunstancial. En el primero hay esclavitud basada en su aceptación por parte del pueblo-gleba. En la segunda, inhibición temporal de la libertad ciudadana de determinar el modo y el destino de su común unidad (comunidad).

     El pensamiento cristiano, adscribiendo el poder de autodeterminación de los pueblos como poder en última instancia descendente de Dios y la centralidad de la persona como imagen divina, afirma el principio –lamentablemente conculcado en tantas páginas vergonzantes de su historia- de la no negociable y sacra dignidad de cada ser humano. Este pensamiento habrá de concretarse política e institucionalmente en la afirmación del “derecho natural” del hombre como base y criterio de los derechos específicos luego consignados en las constituciones de las naciones y ejercido, con mayor o menor fortuna, en los acuerdos internacionales.

     El 26 de agosto de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano –colocada luego como Preámbulo de la Constitución Francesa de 1791– inaugura una nueva instancia histórica en la que todo despotismo, tiranía, menoscabo o irrisión de los derechos humanos y ciudadanos –sea bajo formas larvadas, explícitas o ambiguas– habrían de ser condenados por la historia –aunque no siempre por sus contemporáneos- como crímenes de lesa humanidad o de lesa ciudadanía, e independientemente de la culposa necedad que muchos de sus protagonistas hayan ejercido luego –abierta o solapadamente– desde una vergonzante y corrupta incontinencia de poder.

     La subordinación de la política a la economía, en el actual contexto de la “globali-zación” –eufemismo de “concentración”- financiera bajo la ideología imperante del neoliberalismo, comporta la instauración de un riguroso despotismo económico. Su estructuración genera la indefensión de la mayoría de la humanidad frente al dictamen inapelable de la hegemonía del mercado financiero como decisor último y dueño del destino humano. La libertad del mercado, ideologizada como concreción máxima de las libertades individuales, termina por negarlas y generar la exclusión de la mayoría darwinianamente inepta para competir. De este modo el despotismo económico se corporativiza en una minoría, hace de los otrora ciudadanos una masa de desposeídos, y flexibiliza los derechos de éstos en conformidad con los solos criterios de la optimización del costo y de la maximización de la rentabilidad. A su vez, la impotencia ciudadana asiste atónita a la desfundación del Estado –del que ella es fundamento jurídico y social último– y a la defección de sus representantes frente al nuevo Leviatán. El ciudadano se transforma en mero consumidor de mercancías funcional al mercado y en mera entidad económica valorable tan sólo en razón de su poder adquisitivo, y, a su vez, las mercancías supeditan su valor de uso a la función supletoria de ser ocasión u oportunidad circunstancial del fluente negocio financiero. Así, la subordinación de lo político a lo económico implica la reducción de ciudadanía a capacidad consumidora y la de mercancía a “marca” de un “valor” negociable en el globalizado mercado financiero, regido por las leyes del juego y del azar y por la misma compulsiva incontinencia que caracteriza a toda patología del juego. No es tortuoso, sino evidente, que en esta gran ruleta las fichas que se juegan son la dignidad y el destino del hombre. El despotismo de los bárbaros al que aludía Aristóteles suponía la aceptación de la esclavitud como modo natural de vida de los súbditos. El actual despotismo económico supone la transabilidad de los seres humanos en términos de medios sustituibles e, incluso, desechables. Por esto, la ideología neoliberal imperante no sólo corroe la democracia, sino que instaura un despotismo de barbarie no imaginada, aunque presentida en el denominado capitalismo salvaje que el Magisterio de la Iglesia –a pesar de no renunciar a su rancia y recóndita ideología inherente a la conservatio patrimonii ecclesiastici- reiteradamente condena.

     Todo esto es sabido. Pero la perplejidad es hoy la constante de toda observación y análisis político y social que se intente desde los conceptos expuestos. Perplejidad que surge del ejercicio de una política que mundialmente se ha subordinado al poder económico de una globalización mercantil–financiera claramente imperialista, que ha admitido la hegemonía del mercado sobre las hegemonías de los Estados; que no ha dudado en pagar el costo social –aberrante en su realidad y en su expresión con vidas que no son las propias-; que ha entregado por treinta denarios la dignidad y el destino de millones de seres humanos; que junto con la globalización de los mercados ha globalizado la pobreza extrema y la marginación excluyente y genocida; y que ha permitido que la base misma de su poder –la ciudadanía– deje de ser tal para convertirse en una masa anónima de competitividad en el consumo y de darwiniana autoeliminación. Conocemos los casos de privatizaciones enajenantes del patrimonio ciudadano, realizadas desde la formalidad congresal de legisladores que, amparándose en la legitimidad del voto, piensan que la representatividad de los intereses de sus votantes y de la sociedad civil ha quedado suficientemente cumplida. Sabemos que en muchos casos la corrupción ha sido la metodología facilitadora de las inversiones nacionales y extranjeras. Que las fuertes concentraciones económicas y los versátiles e itinerantes flujos financieros hegemonizan las inversiones productivas. Que la desocupación y los desgarradores males individuales, familiares y sociales que genera son la contrapartida necesaria y taxativa del crecimiento macroeconómico distribuido entre una ínfima minoría para la cual ni la propiedad ni el dinero se instalan en el marco de la socialidad. Que el derecho constitucional al trabajo se flexibiliza, porque el mercado es más que la convivencia pactada y que todo destino comunitario. Que con ello se relativiza hasta ser aniquilada la dignidad del hombre y se dictamina sobre la descartabilidad de millones de seres humanos no darwinianamente aptos para la acumulación. Que, asimismo, también es flexibilizable el derecho constitucional a la educación, a la salud y a la seguridad. Que esto ha de ser indefectiblemente así. Que no es pensable otra alternativa. Que, en última instancia, el que puede, puede, y, el que no, es arrojado del banquete de la incontinencia económica. Y que, finalmente, en la realidad incuestionable de los hechos, las Constituciones de los Estados se van transformando paulatinamente en bibliografía de descarte.

     Todo esto genera perplejidad en quienes todavía conservan el recuerdo de haberse sentido, alguna vez y de alguna manera, ciudadanos. ¿Y cómo no quedar perplejos cuando la ciudadanía –por la servidumbre o la indiferencia de la política frente al despotismo económico– es desalojada de ese su espacio propio de autodeterminación que es el espacio público, y cuando, a su vez, éste es invadido por el imperio despótico del mercado? ¿Cómo no quedar perplejos frente al consiguiente mercantilismo en que han caído muchos de aquellos en quienes la ciudadanía ha depositado su representatividad y a quienes ha legitimimado mediante el voto?

     Todo esto nos genera perplejidad. Pero tampoco deja de ser causa de ella la pasividad que va carcomiendo la dignidad y la autodeterminación de cada ciudadano bajo ese despotismo del nuevo Leviatán financiero que de ciudadanos hace súbditos consumidores y, de hombres libres, siervos desposeídos de toda razonable e imaginada esperanza.

     Es difícil preguntarse –como lo hiciera el pueblo judío frente al Holocausto– cómo es posible que esto nos acontezca. No ya preguntarnos sobre los quienes del actual genocidio, sino sobre nosotros mismos que, desde la lenta y autodestructiva renuncia a ser protagonistas de nuestro destino comunitario, hemos ido perdiendo nuestra dignidad hasta encontrarnos adentrados en la amarga barbarie de los pueblos esclavos.

     Quizás no hayamos advertido las raíces de esas formas sutiles de cotidiana y progresiva muerte ciudadana que todo poder político supeditado al poder económico –propio o ajeno– inyecta en sus gobernados. Tal poder –sea despótico, tirano o caudillesco, pero siempre amparado por la formalidad de una democracia de hecho ficticia– ha venido menoscabando, desde todas las formas de la dádiva clientelista, el poder ciudadano de autodeterminación de su destino comunitario. Un poder político de tal índole compró ayer el poder de la ciudadanía con promesas falaces, y hoy inmola ciudadanía y esperanzas en el altar neoliberal del Leviatán económico.

     La traición de la política –de sus actores– en su servidumbre al despotismo económico ha sido posible también por la silenciosa complicidad ciudadana y la interesada complacencia mediática. Ambas se han vaciado en la inconsistencia y sus efectos son indeciblemente dolorosos. Hoy es tiempo de penurias y de imposibilidad de imaginar futuros. Hasta que la voluntad ciudadana decida tomar en sus manos la responsabilidad de su destino y de su dignidad, no sucumbiendo a ninguna de las tentaciones –internas o ex-ternas– de clientelismo local, nacional o imperial, ni dejándose atrapar por los sofismas de un pensamiento económico de criminal infantilismo. El primer paso sustantivo para una alternativa al imperial Leviatán neoliberal no es una propuesta “práctica”, emanada de una aséptica postura tecnocrática, sino la recuperación comunitaria de la conciencia ciudadana y de la asunción de las responsabilidades personales. Todavía le queda al ciudadano el poder de la reflexión, del voto, de la inteligencia de su uso y del fortalecimiento de la sociedad civil.

     Por otra parte, es necesario recuperar la lucidez frente a la perplejidad. Y comenzar por comprender, desde una rigurosa epistemología, el fraude intelectual con que el neoliberalismo ofende a la inteligencia, no ya de tantos políticos, sino de los mismos ciudadanos. El economicismo neoliberal se presenta, a pesar del aparataje matemático con el que ideológicamente quiere justificar su racionalidad , como dogma que desprestigia, excluye y castiga –también mediáticamente– a sus opositores. La ciencia económica se ha convertido, a su vez, de ciencia epistemológicamente circunscripta, en teología de una nueva religión, cuyo fundamentalismo se asienta, como prueba inapelable, en el inexorable éxito o fracaso económico con que premia a los incontinentes del dinero y castiga a los que anteponen su irrenunciable dignidad a todo precio con que se la pretenda enajenar. A esto ha de añadirse que el liberalismo invocado no es más que una ridícula reducción ideológica –pretendidamente justificatoria de una libertad económica que se postula autárquica y absoluta– del liberalismo entendido en sus fuentes más genuinas.

     Frente a esto, también debe señalarse la existencia de un pensamiento que ya co-mienza a cuestionar esta enajenación de ciudadanía y que, positivamente, promueve la clarificación conceptual que permita emerger de la perplejidad y asumir, desde una reflexiva conciencia ciudadana, la responsabilidad de la construcción de un nuevo espacio público en el que se geste la común unión de los ciudadanos para la autodeterminación del propio destino personal y social. De este modo el término ciudadano podrá recuperar su significado: el “de la identidad de los individuos en el espacio público”.

     Valga recordar que todo clientelismo fomenta la enajenación ciudadana y que lo hace, precisamente, desde la instauración de dos negatividades: la minimización del espacio público y la maximización de la dependencia. En esto radicó el despotismo ilustrado que proclamaba gobernar para el pueblo, pero sin su participación. Y, también, todas las formas –burdas o sutiles– del caudillismo. En ambos casos, la enajenación ciudadana significa el vaciamiento del poder de autodeterminación de la comunidad y de su destino. El clientelismo es, así, una forma larvada de despotismo, si atendemos al que lo ejerce. Y de servilismo, si atendemos a los que, renunciando a ser ciudadanos, se resignan a ser súbditos. Cuando esto ocurre, es la “civilidad” la que fenece, y es la “barbarie” la que prospera. Es entonces cuando los pocos se enriquecen y los muchos se servilizan y empobrecen.

     Valga, por último, subrayar que “cuando más amenaza la creciente desigualdad material la cohesión de las sociedades, tanto más importante se vuelve que los propios ciudadanos defiendan los derechos democráticos fundamentales y refuercen la solidaridad social. Da igual si se hace en el barrio o en el puesto de trabajo, colaborando en guarderías e iniciativas medioambientales o en la integración de inmigrantes; en todas partes hay posibilidades de oponerse a la exclusión de los económicamente débiles e impulsar alternativas al radicalismo de mercado y al desmontaje social”. A su vez, el fundamento último de la construcción de la ciudadanía, o de su recuperación, es lo que Humberto Matu-ana llamaba “la dinámica de la aceptación mutua”, “la aceptación del otro como un legítimo otro en la convivencia”, sin la cual no hay posibilidad objetiva de socialidad alguna. Esto Maturana lo decía, como sabemos, desde una fundamentación biológica. Y, podríamos añadir, congruente, como punto de vista del saber humano, con la visión judeocristiana de la socialidad humana y de su sacralidad. Frente a esto el lirismo de la utopía neoliberal –que hoy enfervoriza a economistas y políticos mediáticos, e inunda de embriaguez orgásmica al poder financiero–, se manifiesta, a la vez que enajenante de la ciudadanía y de la posibilidad de convivencia humana, como una necedad pandémica de la que es imperioso liberarnos. Para ello, el primer paso es el de tornarnos ciudadanos dialogalmente reflexivos y comunitariamente solidarios. Contribuir a inducirlo es el breve y general intento que anima estos pensamientos. 


(1) Artículo publicado en Boletín de la Confluencia, Fundación de la Confluencia, Neuquén, 1988.
(2) Carlos Thiebaut, Vindicación del ciudadano. Un sujeto reflexivo en una sociedad compleja, Paidós, Barcelona, 1998, p. 25.
(3) Alain Touraine, ¿Qué es la democracia?, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1995, p. 273.
(4) Pierre Bourdieu, Contre–feux, Raison d’agir, París, 1998, pág. 108.
(5) Véase, para una primera aproximación a este tema, Norberto Bobbio, Despotismo, en Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, Diccionario de Política, Siglo Veintiuno Editores, México, 19854, pp. 540–551.
(6) Valga recordar que, etimológicamente, súbdito es aquel que está sometido al “dictamen” de otro, y que es éste quien “dictamina” (dicta la ley) sobre su vida, su muerte y el modo de ambas. Y, también, que al término de origen griego déspota corresponde el término de origen latino dictador. Recuérdese a su vez la conocida definición dada, hace más de tres siglos, por Thomas Hobbes: “Todo ciudadano, así como toda persona civil subordinada, se llama súbdito del que tiene el poder supremo”. (Cfr. Thomas Hobbes, El ciudadano, Debate–CSIC, Madrid, 1993, p. 54).
(7) Olivier Le Cour Grandmaison, Les Constitutions fran¸aises, Éditions La Découverte, París, 1996, pp. 4–6.Valga releer en sus párrafos iniciales su fuerte significación ética y su admirable realismo político: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las solas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobernantes, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; a fin de que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo puedan ser comparados en todo momento con la finalidad de toda institución política, siendo así más respetados; a fin de que los reclamos de los ciudadanos, fundamentados de ahora en más sobre principios simples e incontestables, contribuyan siempre al mantenimiento de la Constitución y al bienestar de todos. En consecuencia, la Asamblea nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser supremo, los derechos siguientes del Hombre y del Ciudadano." Id., o.c., p. 4. (T. del A.) Puede verse una rapidísima síntesis del desarrollo de la Asamblea Nacional francesa en Véronique Le Marchand et Laurent Michon, Guide de l’Assablée Nationale, Éditions Milan, Toulouse, 1998
(8)A esta exposición de índole enunciativa corresponden lamentables concretos hechos reales que, entre otros, pueden leerse en Hans–Peter Martin y Harald Schumann, La trampa de la globalización. El ataque contra la democracia y el bienestar, Taurus, Madrid, 1998. El malestar comienza a dejar su estado de latencia mediática para transformase en exigencia crítica, por ejemplo, en Nikolaus Piper, Regreso a Keynes, La Nación, Buenos Aires, 19/XI/98, p. 23.
(9) En el sentido más ampliamente aceptado de ideología  como forma “en que el significado (o la significación) sirve para sustentar relaciones de dominio” (Johan B. Thompson), en Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, 1997, p. 24.