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1. Es intención de estas líneas señalar
algunas instancias conceptuales que permitan trazar pautas básicas para el diseño de propuestas políticas en materia
cultural que sean acordes con un concepto no restringido de cultura
y, a la vez, en consonancia con las necesidades reales de la ciudadanía, de la
consolidación de su convivencialidad y de las expresiones –históricas, actuales
y potenciales- en que la misma se substancia, se transmite, se comunica y se
reproduce.
Quizás no sea ocioso recordar que,
en última instancia, y desde una añeja metáfora agraria, una sociedad culta es una sociedad cultivada. En ella se han sembrado, a lo
largo del tiempo, visiones, valores, normas, ritos, pautas de convivencia, tradiciones,
historias, comportamientos, pactos tácitos y explícitos, expresiones espontáneas
y elaboradas (artes de distintas índoles), que se tornan reales y visibles en
la cotidianeidad, en esa única vida real que es la vida de todos los días (y
que el pensamiento alemán llamó Lebenswelt,
mundo de la vida). Es precisamente en ese mundo real de la cotidianeidad
donde se tornan visibles los frutos comportamentales de los valores sembrados y
cultivados.
Es, por tanto, precisamente ese mundo de la vida –el de todos los días,
el de la cotidianeidad- la morada real de la cultura. En esa cotidianeidad se
encarnan los valores que para una comunidad concreta –un pueblo, una ciudad, un
partido, una nación- son significativos e irrenunciables, y también aquellos
otros que, conforme a exigencias circunstanciales, pueden tornarse negociables,
sustituibles o suprimibles.
Sólo a partir de un análisis de la
cotidianeidad –de esa vida de todos los días- es posible detectar los valores
reales (y los disvalores) que estructuran la convivencia y sus expresiones
(usos, costumbres, tradiciones, educación, normas de urbanidad, festividades, ritos
y niveles de reciprocidad, modalidades expresivas, productividad artesanal y
estética (plástica, literatura, teatro, danza, música…), traslados, intercambios
con otras comunidades…)... No es otra cosa la cultura que la estructuración dinámica
y proactiva de la idiosincrasia de una comunidad en la cotidianeidad concreta,
productiva y expresiva de un pueblo. (Es, a su vez, obvio que posibles y determinados
disvalores culturales alojados en las entrañas de una comunidad constituyen
fuerzas entrópicas que han de conducirla al caos.)
En consecuencia es la investigación
y el análisis de esa vida de todos los
días lo que ha de ser metodológicamente previo y prioritario punto de
partida en el diseño de una política cultural que se quiera real y efectiva.
Obviar esta exigencia conducirá a recaer en esa ya trillada demagogia que, apelando
al solapado reduccionismo propio de la cultura-espectáculo, termina siendo
involutiva y entrópica respecto de la concreta cotidianeidad convivencial de la
comunidad, además de tornar ineficiente en ella toda inversión posible del
dinero público.
Si es la cultura la que define la
idiosincrasia y el grado de desarrollo de una comunidad, no ha de ser ajeno a
la política de Estado –nacional, provincial, municipal- el análisis de su situación
concreta y el diseño de una estrategia de acciones culturales oportunas y
acordes a sus oportunidades, fortalezas,
amenazas y debilidades.
2. Subyaciendo a esta propuesta el
supuesto de que es esa vida de todos los
días la tierra real en la que han de cultivarse –arraigarse y
desarrollarse- valores y en la que también, entrópicamente, se da el arraigo de
disvalores, se torna obvio que son los valores estratégicamente pertinentes a
la formación, consolidación y desarrollo de la cultura comunitaria –política- los que han de ser activamente
comunicados, promovidos y cuidados (cultivados).
De este modo la vida de todos los días se verá eficazmente asistida en su autorrealización
como comunidad de valores encarnados en su convivencialidad y en la creatividad
autoexpresiva propia del pensamiento, de las costumbres, de los ritos propios de
la cotidianeidad convivencial, de las artes, del desarrollo tecnológico...
3. Cabe, metodológicamente, la
pregunta acerca de qué es y qué significa en sus vidas, para el común de los habitantes
de un pueblo, de una ciudad o de un país “la cultura”. Quizás sólo aquello que
lleva el rótulo de “Cultura” a partir de las comunicaciones oficiales o de las
noticias periodísticas, o, simplemente, del uso reduccionista, acrítico –no culto- del término.
Y, también, cabría esa otra pregunta
sobre qué le confiere, en una sociedad determinada, a una persona el atributo
de culta. Si es ello su erudición, su
nivel de información, su capacitación intelectual, sus capacidades creativas, sus
modales, su pertenencia a un determinado estrato socioeconómico, su situación
laboral…
Obtener una respuesta a ambas podría
proveer un punto de partida para el diseño de una estrategia de desarrollo
cultural que cubra carencias y cultive
y actualice potencialidades.
4. Si, por una parte, la cultura no
se agota en sus expresiones estéticas y eruditas, sino que expresa los valores
realmente ejercidos en la convivencialidad de la vida de todos los días, y, por
otra, si son esos valores los que estructuran su visión de la vida y el sentido
a ella adscripto, es esperable la formación y consolidación de una comunidad
ciudadana que, orgullosa de su idiosincrasia, lo será también de su dirigencia
política.
Concluyendo. Estas líneas suponen
una visión político-antropológica respecto de qué ha de entenderse por cultura,
evitando caer en generalizaciones sobre supuestos no fundados o prejuicios
inveterados. A su vez, la idea-madre que subyace a esta visión es la de que
hacer cultura es construir comunidad desde la comunidad ciudadana concreta y
estimular, articular y promover las expresiones productivas, convivenciales, éticas
y estéticas de la experiencia comunitaria de la misma.
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