lunes, 25 de enero de 2010

...para conocer el espíritu de un pueblo es necesario ser príncipe, y para conocer a un príncipe es obligado pertenecer al pueblo...


Nicolás Maquiavelo, El Príncipe, Prefacio.
          

Requisito necesario para conocer el espíritu de un pueblo es ser príncipe. Saber en qué consiste serlo habrá de ser útil para entender por qué Maquiavelo proponía la necesidad de este requisito. A su vez, es necesario pertenecer al pueblo para poder conocer al príncipe. Comprender esto implicará comprender qué significa tal pertenencia.

¿Puede el pueblo conocerse a sí mismo? ¿Lo puede el príncipe? Pareciera que no. Las alturas se aprecian desde los valles, y éstos desde aquéllas. Esta es una metáfora, no una razón. No explica, pero ilustra que ambos conocimientos son interdependientes. El príncipe podrá conocerse desde el conocimiento que de él tenga el pueblo. Y lo mismo vale de éste. En realidad -diríamos hoy- el príncipe es "la imagen" que de él se ha formado el pueblo. Y, el pueblo, "la imagen" configurada en la mente del príncipe. No hay un "en sí" de la altura. Todo su ser altura depende de la percepción que de ella tiene el valle y de la valoración a ella asignada. Y lo mismo vale respecto de lo que la altura considera como bajo.

Es presumible que conocer el espíritu del pueblo constituya una cualidad propia de la "virtù" del príncipe. Y que la calidad de tal "virtù" dependa de la calidad de tal conocimiento. Si éste no fuera bueno –si la "imagen" fuera defectuosa o no pertinente, la "virtù" sería engañosa. Y, en consecuencia, el poder –que en ella se asentare– débil. De esto se explicita un primer consejo: que el príncipe conozca lo más perfectamente posible el espíritu de su pueblo. No habrá de tener poder, sin este conocimiento. De su preservación e incremento habrá de depender su poder. De su descuido, o de su sustitución por la presunción, cada uno de sus actos se tornará riesgoso e incierto. Al debilitamiento de su "virtù" se aparejará una "fortuna" adversa... (El poder viene del pueblo. No lo da el pueblo, sino su imagen. Si el pueblo imaginado no se corresponde con su "espíritu", con su rostro más profundo, el poder del príncipe es nulo. El pueblo no puede tener dominio sobre sí porque no tiene un rostro de sí sobre el que pueda ejercer interpelación y mando, o frente al que deba responder. No tiene imagen posible de sí. No tiene conocimiento de sí No puede tener "virtù". Ni poder. Este nace de esa imagen de sí que él no puede imaginar, y que sólo al príncipe le es posible. Si ella es verdadera imagen, el príncipe será poderoso. Si yo lograra imaginar lo que tú amas, habría nacido en mí un gran poder sobre ti. Y, si te propusiera  lo imaginado, entonces se  te tornaría intensamente arduo o imposible resistirte a mí.

Que sólo el pueblo pueda conocer al príncipe y que éste no pueda conocerse a sí mismo pareciera albergar un peculiar sentido. Formará parte de la "virtù" del pueblo la imagen que el pueblo mismo se forje del príncipe, porque también es válido para el pueblo el hecho de que el conocimiento integre a la "virtù". En esa imagen echará raíces el poder –real- del pueblo sobre el príncipe. Si ella se corresponde con la realidad del príncipe, éste podrá ejercer poder sobre el pueblo. De lo contrario, el pueblo le retirará la sujeción, vale decir, el verdadero y veleidoso fundamento del poder del príncipe... (Porque el poder que ejerce el poder, recibe el poder de la debilidad del que se sujeta...).

Que el príncipe conozca al pueblo habrá de implicar conocer también la imagen que de él tiene el pueblo, es decir, el "ser imaginado" del príncipe. Lo mismo vale del conocimiento que el pueblo tiene del príncipe: habrá de implicar la imagen que del pueblo tiene el príncipe, el "ser imaginado" del pueblo.

El amo no conocería al siervo si ignorara los pensamientos de éste respecto del amo. Y no conocería el siervo al amo si, a su vez, el siervo ignorara los pensamientos del amo respecto de sí.

ooo

En términos de poder y de sujeción, conocer es imaginar. Superar en algo lo imaginario es comenzar a atisbar que la verdad mora en otras dimensiones, y, también, comenzar a comprender de qué quiso hablarnos aquel impertinente joven de Nazaret cuando dijo que la verdad nos haría libres y que a nadie llamáramos "maestro" o "señor". Si esto alguna vez ocurriera no habría ni poder ni sujeción, ni amos ni esclavos entre los hombres.

En lo imaginario habita el mito, sustento de todo poder. Política e imaginario van de la mano mientras el objeto de la política sea el poder y la sujeción, mientras haya hombres que necesiten ser amos y hombres que necesiten ser siervos, mientras ambas indigencias perduren y no caigan los mitos que las sustentan. Es probable que estemos lejos de ese momento en que el mamífero humano descubra y opere la justeza del mensaje de aquel joven que tanto incomodó al poder de su época...

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