... el ciudadano se hace haciendo su ciudad; no es objeto de pertenencia de la cosa–ciudad, sino que pertenece a un sistema de acciones de la que él mismo es fuente. (...) hacer la ciudad es la manera de su hacerse ciudadano, vale decir –en moderno– libre, igual y solidario. “Hacerse haciendo” apunta pues a que la propia identidad política (“ser ciudadano”) es resultado no tanto de lo que tenemos (...) cuanto de lo que hacemos: del ejercicio que es nuestra participación en aquello que hacemos, la ciudad.
CARLOS THIEBAUT
...aprendí que la ruta de la democracia está tan distante
de la de la revolución como lo está de las dictaduras.
ALAIN TOURAINE
Ser ciudadano o no serlo. Esta es hoy la cuestión. No ya la de “hacer la ciudad”, sino la de la posibilidad misma de hacerla bajo el sordo imperio de la progresiva exclusión y marginación que genera esa utopía (en vías de realización) de una explotación sin límites que Pierre Bourdieu crudamente define como neoliberalismo. Frente a esta realidad de idolatría darwinista del mercado, el espacio público ha dejado de ser el espacio de la construcción ciudadana, no quedando ya lugar ni para una axiología, ni para una ética política centrada en la primacía de la convivencia humana respecto de la instrumentalidad de lo económico. Por el contrario, el hombre, masivamente considerado, ha sido transformado en mero instrumento productor de riqueza y consumidor de mercancías en beneficio de quienes –más ricos en medios económicos, financieros y tecnológicos– exhiben la fuerza de apropiarse (sea cual fuere el grado de despojo implicado) de los beneficios de la productividad global y del derecho de excluir y marginar a quienes consideran débiles o minusválidos en la lucha competitiva. Y todo esto acontece sobre la base de la privatización, por parte de pocos, del espacio público en el que la ciudadanía –sin exclusiones– puede construir “su” ciudad, “su” Estado, “su” Gobierno y, en ello, a sí misma.
La cuestión de la ciudadanía es de vieja data. Aristóteles la consideraba como expresión misma de la autodeterminación del destino de la “ciudad” –la comunidad– frente a todo déspota o tirano. La tradición cristiana, desde su afirmación rotunda –si bien históricamente no encarnada en su práctica por la autoadscripción de poder temporal a partir de una teología prevalente e ideológicamente operante- de la dignidad sacral del hombre por haber sido creado imagen de Dios en su Unidad de naturaleza y en su Trinidad de Personas, ponía esta su sacralidad individual y social como valor supremo al que los restantes valores y medios debían subordinarse. La Revolución Francesa recuperó esa antigua tradición del pensamiento político occidental que postulaba que el poder ciudadano –el poder ascendente, no mediatizado por institución alguna- era el fundante de la república y de la legitimidad de su administración. El pensamiento posterior cifró en el poder constituyente de la ciudadanía la realidad y legitimidad del Estado, la índole misma de los regímenes de gobierno y la inviolabilidad de los derechos constitucionales.
Cada uno de estos hechos –por no abundar sobre algo históricamente bien conocido– se refería a realidades contrapuestas a la posibilidad misma de ejercer la autodeterminación ciudadana respecto del destino de la comunidad y del bien de todos sus integrantes (bien común a todos ellos). Es Aristóteles el que introduce, en las primeras páginas de su Política, la tipificación del despotismo como forma de gobierno inconcebible para los griegos y propia de los pueblos bárbaros, precisamente porque en éstos sus habitantes eran, en razón de su comportamiento, esclavos del déspota, súbditos depotenciados de todo poder de autodeterminación comunitariamente acordada. La característica de estos súbditos, dice Aristóteles, es la aceptación natural del servilismo como modo de vida. Así a todo déspota le corresponden siervos. Y a toda cultura de despotismo por parte del gobernante, una cultura de natural y dispuesta servidumbre por parte del pueblo convertido en gleba. La libertad de los griegos se asentaba, en cambio, en la convicción de que el poder debía ser compartido y, a la vez, en el rechazo de toda servidumbre y de su correlato despótico.
Aristóteles diferencia despotismo de tiranía. El tirano se atribuye ilegítimamente un poder legítimamente originado. El tirano puede ser destituido por la ley o por la fuerza, porque el poder del que goza no le es propio. El pueblo no es esclavo, sino ciudadano y actor de su destino comunitario. El déspota asienta su poder también en el pueblo, pero no ya en su libertad ciudadana, sino en su servidumbre. El siervo no cuestiona el poder del déspota, porque acepta como connatural su propia esclavitud y esto define su barbarie. El ciudadano, en cambio, cuestiona el poder del tirano, porque acepta como natural y propio su poder coparticipado de autodeterminación, y esto define su civilidad. El despotismo es estructural, la tiranía es circunstancial. En el primero hay esclavitud basada en su aceptación por parte del pueblo-gleba. En la segunda, inhibición temporal de la libertad ciudadana de determinar el modo y el destino de su común unidad (comunidad).
El pensamiento cristiano, adscribiendo el poder de autodeterminación de los pueblos como poder en última instancia descendente de Dios y la centralidad de la persona como imagen divina, afirma el principio –lamentablemente conculcado en tantas páginas vergonzantes de su historia- de la no negociable y sacra dignidad de cada ser humano. Este pensamiento habrá de concretarse política e institucionalmente en la afirmación del “derecho natural” del hombre como base y criterio de los derechos específicos luego consignados en las constituciones de las naciones y ejercido, con mayor o menor fortuna, en los acuerdos internacionales.
El 26 de agosto de 1789, la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano –colocada luego como Preámbulo de la Constitución Francesa de 1791– inaugura una nueva instancia histórica en la que todo despotismo, tiranía, menoscabo o irrisión de los derechos humanos y ciudadanos –sea bajo formas larvadas, explícitas o ambiguas– habrían de ser condenados por la historia –aunque no siempre por sus contemporáneos- como crímenes de lesa humanidad o de lesa ciudadanía, e independientemente de la culposa necedad que muchos de sus protagonistas hayan ejercido luego –abierta o solapadamente– desde una vergonzante y corrupta incontinencia de poder.
La subordinación de la política a la economía, en el actual contexto de la “globali-zación” –eufemismo de “concentración”- financiera bajo la ideología imperante del neoliberalismo, comporta la instauración de un riguroso despotismo económico. Su estructuración genera la indefensión de la mayoría de la humanidad frente al dictamen inapelable de la hegemonía del mercado financiero como decisor último y dueño del destino humano. La libertad del mercado, ideologizada como concreción máxima de las libertades individuales, termina por negarlas y generar la exclusión de la mayoría darwinianamente inepta para competir. De este modo el despotismo económico se corporativiza en una minoría, hace de los otrora ciudadanos una masa de desposeídos, y flexibiliza los derechos de éstos en conformidad con los solos criterios de la optimización del costo y de la maximización de la rentabilidad. A su vez, la impotencia ciudadana asiste atónita a la desfundación del Estado –del que ella es fundamento jurídico y social último– y a la defección de sus representantes frente al nuevo Leviatán. El ciudadano se transforma en mero consumidor de mercancías funcional al mercado y en mera entidad económica valorable tan sólo en razón de su poder adquisitivo, y, a su vez, las mercancías supeditan su valor de uso a la función supletoria de ser ocasión u oportunidad circunstancial del fluente negocio financiero. Así, la subordinación de lo político a lo económico implica la reducción de ciudadanía a capacidad consumidora y la de mercancía a “marca” de un “valor” negociable en el globalizado mercado financiero, regido por las leyes del juego y del azar y por la misma compulsiva incontinencia que caracteriza a toda patología del juego. No es tortuoso, sino evidente, que en esta gran ruleta las fichas que se juegan son la dignidad y el destino del hombre. El despotismo de los bárbaros al que aludía Aristóteles suponía la aceptación de la esclavitud como modo natural de vida de los súbditos. El actual despotismo económico supone la transabilidad de los seres humanos en términos de medios sustituibles e, incluso, desechables. Por esto, la ideología neoliberal imperante no sólo corroe la democracia, sino que instaura un despotismo de barbarie no imaginada, aunque presentida en el denominado capitalismo salvaje que el Magisterio de la Iglesia –a pesar de no renunciar a su rancia y recóndita ideología inherente a la conservatio patrimonii ecclesiastici- reiteradamente condena.
Todo esto es sabido. Pero la perplejidad es hoy la constante de toda observación y análisis político y social que se intente desde los conceptos expuestos. Perplejidad que surge del ejercicio de una política que mundialmente se ha subordinado al poder económico de una globalización mercantil–financiera claramente imperialista, que ha admitido la hegemonía del mercado sobre las hegemonías de los Estados; que no ha dudado en pagar el costo social –aberrante en su realidad y en su expresión con vidas que no son las propias-; que ha entregado por treinta denarios la dignidad y el destino de millones de seres humanos; que junto con la globalización de los mercados ha globalizado la pobreza extrema y la marginación excluyente y genocida; y que ha permitido que la base misma de su poder –la ciudadanía– deje de ser tal para convertirse en una masa anónima de competitividad en el consumo y de darwiniana autoeliminación. Conocemos los casos de privatizaciones enajenantes del patrimonio ciudadano, realizadas desde la formalidad congresal de legisladores que, amparándose en la legitimidad del voto, piensan que la representatividad de los intereses de sus votantes y de la sociedad civil ha quedado suficientemente cumplida. Sabemos que en muchos casos la corrupción ha sido la metodología facilitadora de las inversiones nacionales y extranjeras. Que las fuertes concentraciones económicas y los versátiles e itinerantes flujos financieros hegemonizan las inversiones productivas. Que la desocupación y los desgarradores males individuales, familiares y sociales que genera son la contrapartida necesaria y taxativa del crecimiento macroeconómico distribuido entre una ínfima minoría para la cual ni la propiedad ni el dinero se instalan en el marco de la socialidad. Que el derecho constitucional al trabajo se flexibiliza, porque el mercado es más que la convivencia pactada y que todo destino comunitario. Que con ello se relativiza hasta ser aniquilada la dignidad del hombre y se dictamina sobre la descartabilidad de millones de seres humanos no darwinianamente aptos para la acumulación. Que, asimismo, también es flexibilizable el derecho constitucional a la educación, a la salud y a la seguridad. Que esto ha de ser indefectiblemente así. Que no es pensable otra alternativa. Que, en última instancia, el que puede, puede, y, el que no, es arrojado del banquete de la incontinencia económica. Y que, finalmente, en la realidad incuestionable de los hechos, las Constituciones de los Estados se van transformando paulatinamente en bibliografía de descarte.
Todo esto genera perplejidad en quienes todavía conservan el recuerdo de haberse sentido, alguna vez y de alguna manera, ciudadanos. ¿Y cómo no quedar perplejos cuando la ciudadanía –por la servidumbre o la indiferencia de la política frente al despotismo económico– es desalojada de ese su espacio propio de autodeterminación que es el espacio público, y cuando, a su vez, éste es invadido por el imperio despótico del mercado? ¿Cómo no quedar perplejos frente al consiguiente mercantilismo en que han caído muchos de aquellos en quienes la ciudadanía ha depositado su representatividad y a quienes ha legitimimado mediante el voto?
Todo esto nos genera perplejidad. Pero tampoco deja de ser causa de ella la pasividad que va carcomiendo la dignidad y la autodeterminación de cada ciudadano bajo ese despotismo del nuevo Leviatán financiero que de ciudadanos hace súbditos consumidores y, de hombres libres, siervos desposeídos de toda razonable e imaginada esperanza.
Es difícil preguntarse –como lo hiciera el pueblo judío frente al Holocausto– cómo es posible que esto nos acontezca. No ya preguntarnos sobre los quienes del actual genocidio, sino sobre nosotros mismos que, desde la lenta y autodestructiva renuncia a ser protagonistas de nuestro destino comunitario, hemos ido perdiendo nuestra dignidad hasta encontrarnos adentrados en la amarga barbarie de los pueblos esclavos.
Quizás no hayamos advertido las raíces de esas formas sutiles de cotidiana y progresiva muerte ciudadana que todo poder político supeditado al poder económico –propio o ajeno– inyecta en sus gobernados. Tal poder –sea despótico, tirano o caudillesco, pero siempre amparado por la formalidad de una democracia de hecho ficticia– ha venido menoscabando, desde todas las formas de la dádiva clientelista, el poder ciudadano de autodeterminación de su destino comunitario. Un poder político de tal índole compró ayer el poder de la ciudadanía con promesas falaces, y hoy inmola ciudadanía y esperanzas en el altar neoliberal del Leviatán económico.
La traición de la política –de sus actores– en su servidumbre al despotismo económico ha sido posible también por la silenciosa complicidad ciudadana y la interesada complacencia mediática. Ambas se han vaciado en la inconsistencia y sus efectos son indeciblemente dolorosos. Hoy es tiempo de penurias y de imposibilidad de imaginar futuros. Hasta que la voluntad ciudadana decida tomar en sus manos la responsabilidad de su destino y de su dignidad, no sucumbiendo a ninguna de las tentaciones –internas o ex-ternas– de clientelismo local, nacional o imperial, ni dejándose atrapar por los sofismas de un pensamiento económico de criminal infantilismo. El primer paso sustantivo para una alternativa al imperial Leviatán neoliberal no es una propuesta “práctica”, emanada de una aséptica postura tecnocrática, sino la recuperación comunitaria de la conciencia ciudadana y de la asunción de las responsabilidades personales. Todavía le queda al ciudadano el poder de la reflexión, del voto, de la inteligencia de su uso y del fortalecimiento de la sociedad civil.
Por otra parte, es necesario recuperar la lucidez frente a la perplejidad. Y comenzar por comprender, desde una rigurosa epistemología, el fraude intelectual con que el neoliberalismo ofende a la inteligencia, no ya de tantos políticos, sino de los mismos ciudadanos. El economicismo neoliberal se presenta, a pesar del aparataje matemático con el que ideológicamente quiere justificar su racionalidad , como dogma que desprestigia, excluye y castiga –también mediáticamente– a sus opositores. La ciencia económica se ha convertido, a su vez, de ciencia epistemológicamente circunscripta, en teología de una nueva religión, cuyo fundamentalismo se asienta, como prueba inapelable, en el inexorable éxito o fracaso económico con que premia a los incontinentes del dinero y castiga a los que anteponen su irrenunciable dignidad a todo precio con que se la pretenda enajenar. A esto ha de añadirse que el liberalismo invocado no es más que una ridícula reducción ideológica –pretendidamente justificatoria de una libertad económica que se postula autárquica y absoluta– del liberalismo entendido en sus fuentes más genuinas.
Frente a esto, también debe señalarse la existencia de un pensamiento que ya co-mienza a cuestionar esta enajenación de ciudadanía y que, positivamente, promueve la clarificación conceptual que permita emerger de la perplejidad y asumir, desde una reflexiva conciencia ciudadana, la responsabilidad de la construcción de un nuevo espacio público en el que se geste la común unión de los ciudadanos para la autodeterminación del propio destino personal y social. De este modo el término ciudadano podrá recuperar su significado: el “de la identidad de los individuos en el espacio público”.
Valga recordar que todo clientelismo fomenta la enajenación ciudadana y que lo hace, precisamente, desde la instauración de dos negatividades: la minimización del espacio público y la maximización de la dependencia. En esto radicó el despotismo ilustrado que proclamaba gobernar para el pueblo, pero sin su participación. Y, también, todas las formas –burdas o sutiles– del caudillismo. En ambos casos, la enajenación ciudadana significa el vaciamiento del poder de autodeterminación de la comunidad y de su destino. El clientelismo es, así, una forma larvada de despotismo, si atendemos al que lo ejerce. Y de servilismo, si atendemos a los que, renunciando a ser ciudadanos, se resignan a ser súbditos. Cuando esto ocurre, es la “civilidad” la que fenece, y es la “barbarie” la que prospera. Es entonces cuando los pocos se enriquecen y los muchos se servilizan y empobrecen.
Valga, por último, subrayar que “cuando más amenaza la creciente desigualdad material la cohesión de las sociedades, tanto más importante se vuelve que los propios ciudadanos defiendan los derechos democráticos fundamentales y refuercen la solidaridad social. Da igual si se hace en el barrio o en el puesto de trabajo, colaborando en guarderías e iniciativas medioambientales o en la integración de inmigrantes; en todas partes hay posibilidades de oponerse a la exclusión de los económicamente débiles e impulsar alternativas al radicalismo de mercado y al desmontaje social”. A su vez, el fundamento último de la construcción de la ciudadanía, o de su recuperación, es lo que Humberto Matu-ana llamaba “la dinámica de la aceptación mutua”, “la aceptación del otro como un legítimo otro en la convivencia”, sin la cual no hay posibilidad objetiva de socialidad alguna. Esto Maturana lo decía, como sabemos, desde una fundamentación biológica. Y, podríamos añadir, congruente, como punto de vista del saber humano, con la visión judeocristiana de la socialidad humana y de su sacralidad. Frente a esto el lirismo de la utopía neoliberal –que hoy enfervoriza a economistas y políticos mediáticos, e inunda de embriaguez orgásmica al poder financiero–, se manifiesta, a la vez que enajenante de la ciudadanía y de la posibilidad de convivencia humana, como una necedad pandémica de la que es imperioso liberarnos. Para ello, el primer paso es el de tornarnos ciudadanos dialogalmente reflexivos y comunitariamente solidarios. Contribuir a inducirlo es el breve y general intento que anima estos pensamientos.
(1) Artículo publicado en Boletín de la Confluencia, Fundación de la Confluencia, Neuquén, 1988.
(2) Carlos Thiebaut, Vindicación del ciudadano. Un sujeto reflexivo en una sociedad compleja, Paidós, Barcelona, 1998, p. 25.
(3) Alain Touraine, ¿Qué es la democracia?, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 1995, p. 273.
(4) Pierre Bourdieu, Contre–feux, Raison d’agir, París, 1998, pág. 108.
(5) Véase, para una primera aproximación a este tema, Norberto Bobbio, Despotismo, en Norberto Bobbio y Nicola Matteucci, Diccionario de Política, Siglo Veintiuno Editores, México, 19854, pp. 540–551.
(6) Valga recordar que, etimológicamente, súbdito es aquel que está sometido al “dictamen” de otro, y que es éste quien “dictamina” (dicta la ley) sobre su vida, su muerte y el modo de ambas. Y, también, que al término de origen griego déspota corresponde el término de origen latino dictador. Recuérdese a su vez la conocida definición dada, hace más de tres siglos, por Thomas Hobbes: “Todo ciudadano, así como toda persona civil subordinada, se llama súbdito del que tiene el poder supremo”. (Cfr. Thomas Hobbes, El ciudadano, Debate–CSIC, Madrid, 1993, p. 54).
(7) Olivier Le Cour Grandmaison, Les Constitutions fran¸aises, Éditions La Découverte, París, 1996, pp. 4–6.Valga releer en sus párrafos iniciales su fuerte significación ética y su admirable realismo político: “Los representantes del pueblo francés, constituidos en Asamblea Nacional, considerando que la ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las solas causas de los males públicos y de la corrupción de los gobernantes, han resuelto exponer, en una declaración solemne, los derechos naturales, inalienables y sagrados del hombre, a fin de que esta declaración constantemente presente a todos los miembros del cuerpo social, les recuerde sin cesar sus derechos y sus deberes; a fin de que los actos del poder legislativo y los del poder ejecutivo puedan ser comparados en todo momento con la finalidad de toda institución política, siendo así más respetados; a fin de que los reclamos de los ciudadanos, fundamentados de ahora en más sobre principios simples e incontestables, contribuyan siempre al mantenimiento de la Constitución y al bienestar de todos. En consecuencia, la Asamblea nacional reconoce y declara, en presencia y bajo los auspicios del Ser supremo, los derechos siguientes del Hombre y del Ciudadano." Id., o.c., p. 4. (T. del A.) Puede verse una rapidísima síntesis del desarrollo de la Asamblea Nacional francesa en Véronique Le Marchand et Laurent Michon, Guide de l’Assablée Nationale, Éditions Milan, Toulouse, 1998
(8)A esta exposición de índole enunciativa corresponden lamentables concretos hechos reales que, entre otros, pueden leerse en Hans–Peter Martin y Harald Schumann, La trampa de la globalización. El ataque contra la democracia y el bienestar, Taurus, Madrid, 1998. El malestar comienza a dejar su estado de latencia mediática para transformase en exigencia crítica, por ejemplo, en Nikolaus Piper, Regreso a Keynes, La Nación, Buenos Aires, 19/XI/98, p. 23.
(9) En el sentido más ampliamente aceptado de ideología como forma “en que el significado (o la significación) sirve para sustentar relaciones de dominio” (Johan B. Thompson), en Terry Eagleton, Ideología. Una introducción, Paidós, 1997, p. 24.